La “guerra contra las pandillas” es celebrada por mentalidades violentas y vengativas, pero es irreal. Piensan que Bukele puede encerrar a los 70 mil pandilleros que dice existen en el país. “Ninguno saldrá libre”, amenazó. Tendrá que construir campos de concentración, desplegar de forma permanente a miles de soldados y policías, y gastar mucho más dinero, aun cuando reduzca la alimentación y la atención básica a los detenidos. Hacinar y maltratar en unas prisiones ya desbordadas es crear condiciones para el estallido de motines carcelarios con más muertos y más sufrimiento de los que dice pretende evitar. Aun cuando solo existe el presente presidencial, cabe recordar que Arena ya lo intentó. No solo fracasó, sino que agravó aún más el problema. En las cárceles, las pandillas consolidaron su estructura organizativa y regentaron una escuela de pandilleros para los jóvenes con quienes compartían el encierro.
La brutal represión desatada es el desquite rabioso de un presidente despechado por las pandillas. La cruzada es inviable a mediano plazo. “No hay nada que discutir”, sentenció pedantemente el presidente de la legislatura, ya que, según otro funcionario, “están listos” para enviar a los pandilleros a “la cárcel, el hospital o la muerte”. Pero la situación no es tan clara como dice el oficialismo. ¿Cómo explica que después de que su plan de control territorial haya capturado a unos 9 mil pandilleros desde 2019, estos aún tengan el control del territorio? Si las capturas son el medio eficaz para acabar con ellos, ¿por qué los detenidos en las cárceles de Bukele disminuyeron de 41,112, en 2019 a 27,095 en 2021? ¿Por qué puso en libertad a los jefes reclamados por Estados Unidos? ¿Por qué su Fiscalía redujo el uso de las leyes existentes contra las pandillas en los tribunales? Evidentemente, algo le salió mal. La finalidad de la represión no es hacer justicia a las 87 personas asesinadas en el último fin de semana de marzo. Es un ajuste de cuentas de Bukele con las pandillas.
La venganza presidencial no se desquita solo con los pandilleros, sino también con los habitantes de las zonas marginadas. La represión es clasista. Golpea al sector social con menores ingresos, excluido de los servicios públicos y sometido al terror de las pandillas y, ahora, también al del Ejército vengador de Bukele. A pesar de la creciente inversión en el Ejército, casi igual a la de la salud pública, no ha protegido a la población de la violencia de las pandillas. Si lo hubiera hecho, esos 87 asesinatos no se habrían producido. Si alguien no ha protegido a las víctimas, ese es Bukele. A pesar del armamento, de la tecnología y de la cantidad de policías y soldados, no puede erradicar a los pandilleros sin castigar a su entorno. Es más cómodo criminalizar la marginalidad y la juventud. En 1932, la dictadura fusiló a quienes tenían apariencia de campesino. Más tarde, persiguió a quienes parecían revolucionarios y a su entorno. Así masacró en El Mozote y en otros sitios. Ahora, detiene a quienes parecen pandilleros y a quienes conviven con ellos. Una cortina de humo para ocultar el torpe manejo de la seguridad ciudadana.
La crisis ha estremecido peligrosamente el fundamento del régimen de los Bukele y ha expuesto sus debilidades. La rapidez y la brutalidad de su reacción no constituyen una manifestación de fuerza, sino de inseguridad e ineptitud hasta el extremo de lo grotesco. Es delirante amenazar con “perseguir [a los pandilleros] con tanquetas, los vamos a perseguir con armas largas, no nos va a importar hacer uso de la fuerza contra los delincuentes”. En su desquiciamiento, el oficialismo amenaza con hacerles pagar “todo el sufrimiento que le han hecho estos bastardos a la población, nosotros se lo vamos a hacer pasar en las cárceles”. No busca justicia, sino vengar el despecho presidencial. No sería extraño que, saciada la sed de venganza, Bukele se entienda de nuevo con las pandillas. Los inocentes torturados, encarcelados y asesinados serán olvidados como daños colaterales del poder. Si no hay arreglo, la dictadura militar, dirigida por un civil, se consolidará.
El CEO cool salvadoreño se ha quitado la máscara y ha mostrado su verdadero rostro. El dictador no es cool. Sus soldados y policías detienen y torturan con la misma frialdad y ferocidad que los pandilleros. Mientras el dictador celebra cínicamente la brutalidad de sus esbirros, en la calle siembra desprecio y odio entre los familiares de los no pandilleros y de los pandilleros. Mientras se felicita por los que llenan los restaurantes, los bares, los espectáculos y los centros turísticos, se burla del sufrimiento de las madres, incapaz de distinguir entre el criminal y la madre. La dictadura apuesta por los menos, que tienen para consumir y disfrutar, y se desentiende de la mayoría, que tiene poco o nada. Bukele no puede prevalecer sin reprimir, sin violentar la institucionalidad y sin fraude electoral.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.