El Gobierno anuncia nuevas medidas para resistir el embate de las pandillas contra los policías. Nuevo nombre, pero la misma receta. En realidad, es más de lo mismo: endurecimiento del régimen penitenciario, atención a los familiares de los agentes caídos, programas preventivos y nuevo equipo para mayor eficacia policial. La similitud con las medidas extraordinarias tiene sin cuidado al Gobierno, porque, según el Vicepresidente, “estamos golpeando al crimen organizado”. Entonces, resulta una ingenuidad no haber previsto que este último reaccionaría y que se ensañaría con uno de los puntos más vulnerables del plan gubernamental: los policías, blancos fijos y fáciles por sus rutinas.
Los policías están tan expuestos como lo está toda la población; en particular, aquella que reside en las zonas suburbanas deprimidas y en la zona rural, cuyos habitantes y territorio están fuera del alcance gubernamental. Un buen plan tendría que haber previsto la reacción de las pandillas. Pero este Gobierno no se caracteriza por la visión de mediano y largo plazo, sino por la improvisación y la reacción. Hace tiempo que perdió la iniciativa. El nuevo plan no es más que una reacción ante el asesinato de un subinspector de la Policía y su hijo, un crimen tan abominable como el de otros policías y el de todas las víctimas de la espiral de violencia en la cual el país se encuentra empeñado. Al Gobierno debieran indignarle por igual todos los asesinatos y ninguno debiera quedar impune.
La colérica reacción gubernamental es muestra de confusión e impotencia. El Gobierno asegura estar dispuesto a llegar hasta las últimas consecuencias, pero es dudoso cuánto podrá resistir. Promete “las peores cárceles” que se pueda imaginar, aunque no podrá encarcelar a los más de 60 mil pandilleros por falta de espacio. De hecho, su opción es el extermino, lo cual explica las ejecuciones sumarias, cada vez más y mejor documentada. Cárcel o muerte es lo que espera a las pandillas. En consecuencia, no puede esperar una respuesta diferente a lo que aplica.
De momento, ha colocado el régimen penitenciario al servicio de esa guerra. La prisión no es para reformar y reincorporar al criminal, sino para humillarlo y destruirlo personalmente, lo cual alimenta aún más el odio y la determinación de luchar hasta exterminar a sus enemigos. En consecuencia, las cárceles salvadoreñas son centros de violación de los derechos de los detenidos. Sorprende que un Gobierno tan devoto de monseñor Romero se encuentre en las antípodas del papa Francisco, que piensa que “entender la cárcel como punición no es bueno. La cárcel es como un ‘purgatorio’, para prepararse a la reinserción”, pues “no hay una verdadera pena sin esperanza. Si una pena no tiene esperanza, no es una pena cristiana, no es humana. Por eso, la pena de muerte no funciona”.
El Gobierno quisiera que la población colaborara activamente con sus planes represivos, pero eso es pedir demasiado. No se puede confiar en unos policías disfrazados para intimidar. La Policía ha dejado de tener rostro, desde hace tiempo perdió el respeto a la ciudadanía, a cuyo servicio dice encontrarse. Amparada en el anonimato, reprime sin piedad. Nada sorprendente, porque la guerra embrutece en la misma medida en que se prolonga y se endurece. El Gobierno no puede esperar el apoyo ciudadano cuando ha abandonado a la población a su suerte.
Tanto el Gobierno como las pandillas han optado por una guerra de exterminio, que destruirá aún más el maltrecho tejido social, promoverá nuevas violaciones a derechos humanos, imposibilitará la reactivación económica, militarizará al país a mediano plazo y deshumanizará a sus protagonistas y a la sociedad en su conjunto. La lección fundamental de la guerra civil no ha sido aprendida. Por eso, porque El Salvador literalmente se desangra, es hipócrita conmemorar los 25 años de los Acuerdos de Paz. Cabe, pues, preguntarse si el país no se encuentra en un callejón sin salida, donde predomina la muerte y la destrucción, y si no ha llegado el momento de buscar alternativas al exterminio.