El ministro de Agricultura y Ganadería no ha dado cuentas de su gestión millonaria bajo el argumento de estar dedicado a distribuir alimentos y paquetes agrícolas, o porque los empleados de su dependencia han caído enfermos. El ministro de Salud tampoco informa sobre su gestión por estar ocupado en salvar vidas. Además, informar es demasiado complicado, hay que valorar y considerar. Los voceros de Casa Presidencial se niegan a informar a los diputados y la prensa por la misma razón. El presidente Bukele rechaza la interpelación legislativa a su ministro de Defensa aduciendo que es el “que más trabaja por el pueblo”. El mismo Bukele necesitó una hora de video para “zanjar por fin el debate” sobre su acertada gestión de la pandemia con un único y sabido argumento: él salva vida, mientras sus adversarios conspiran para impedirlo. O más recientemente: “Salvás mil vidas a cambio de cinco”, en referencia a los denostados magistrados de la Sala de lo Constitucional. Y así sucesivamente.
Más allá del conflicto de los poderes ejecutivo y legislativo, motivado por intereses electorales, y más allá de la idea de que los altos funcionarios, incluido el presidente, están investidos de una inmunidad que los exonera de cualquier tipo de control democrático, en el trasfondo de las excusas y evasivas subyace el conocido principio de que el fin justifica los medios. Los funcionarios estarían autorizados a actuar al margen, incluso en contra, de la ley, porque, en teoría, velan por el bienestar de la ciudadanía. La tesis es aparentemente convincente, pero jurídica y moralmente inaceptable. El funcionario del régimen democrático está constitucionalmente obligado a hacer aquello que la legislación ordena y no puede ir más allá, ni omitir, aun cuando, en sí mismo, sea provechoso. En consecuencia, los funcionarios no pueden negar la información sobre el estado de la salud nacional ni sobre el destino de centenares de millones de dólares. Argumentar que atender las necesidades de la población vulnerable y salvar sus vidas es impedimento para cumplir con las obligaciones constitucionales es delito.
La conducta de los funcionarios de nuevo cuño no difiere de la de los antiguos. Todos violentan la legislación impunemente, amparados por una institucionalidad débil e impotente. Hasta ahora, ningún funcionario obligado a controlar al poder ejecutivo se ha atrevido a poner coto a los desmanes del presidente de turno y sus allegados. Las averiguaciones, cuando las hacen, son política o personalmente selectivas. Es cierto que el ordenamiento jurídico tiene demasiadas lagunas, vacíos que favorecen el ejercicio arbitrario del poder. La debilidad y la impotencia institucional favorecen por igual tanto a los inquilinos de Casa Presidencial como a los magistrados, jueces y diputados. La anarquía que caracteriza la gestión estatal exige comenzar a pensar en una reforma constitucional que cierre los espacios para el ejercicio arbitrario y corrupto del poder, y así reforzar la institucionalidad.
Éticamente, el fin no justifica los medios. Sostener lo contrario es convertir el fin penúltimo en último y de esa manera legitimar los medios, aun cuando violenten la ley, atropellen a los demás y causen muerte. Males menores o bajas colaterales por un presunto bien mayor, alegan los amigos de absolutizar sus intereses particulares. Al absolutizar el triunfo total en las elecciones de febrero próximo, el Gobierno de Bukele ha colocado todas sus actividades, incluidas las relacionadas con la salud y la vida ciudadana, al servicio de esa finalidad. La salud y la vida constituyen excusas perfectas para ocultar esa absolutización. Despojadas de su ultimidad, han sido puestas al servicio de una finalidad antepenúltima. Ni siquiera penúltima, porque antes que el triunfo en las urnas hay otras fines mucho más importantes. Tal vez el presidente Bukele piense que el control total del Estado es el remedio eficaz para las décadas de desgobierno de Arena y del FMLN. Ciertamente, sus seguidores están convencidos de ello.
Cualquiera que sea la motivación subjetiva, cabe recordar que el ser humano tiene una capacidad infinita de autoengaño. Esa capacidad es tan inagotable que quien la promueve, más pronto que tarde, ni siquiera cae en la cuenta de su propio engaño. Por eso, el mayor enemigo de las novedades son sus mismos promotores. Los Gobiernos del FMLN, para sacar a colación un caso ampliamente aceptado por los seguidores de Bukele, ya han demostrado que el mayor enemigo de la revolución son los mismos revolucionarios. Desde la perspectiva de la tradición cristiana, la Biblia y los maestros de espiritualidad enseñan que la raíz más profunda de esa inmensa capacidad de autoengaño es el amor al dinero y al poder. El rico y poderoso es reconocido, admirado y aplaudido. Ignorar el impulso para satisfacer estos instintos humanos atávicos conduce al autoengaño y al engaño de los demás.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.