Está socialmente aceptado que la seguridad actual justifica encerrar a criminales e inocentes, a líderes comunitarios y sindicales y, en general, a cualquier que se le antoje a los agentes de Bukele. Quienes sostienen esa opinión están convencidos de que un fin tan satisfactorio justifica los medios utilizados, esto es, la violación sistemática de los derechos constitucionales y humanos. En la práctica, ese principio es invocado para evadir el derecho y la ética con el pretexto de alcanzar un fin bueno. Sin embargo, sus defensores asumen que si el fin es lícito, también los medios. Es así como el éxito de la receta de Bukele para implantar la seguridad ciudadana se ha convertido en una práctica aplaudida y admirada.
Maquiavelo lo formuló lúcidamente hace más de cuatro siglos. El príncipe debe conservar el poder sin reparar en los medios, porque estos “siempre serán honorables y loados por todos”, dado que “el vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito”. Más aún en el caso del príncipe, “donde no hay apelación posible”. Los resultados se imponen por sí mismos, sin prestar atención a los medios. De esa tesis, Maquiavelo deriva las siguientes pautas de conducta para el príncipe: velar únicamente por sus intereses, engrandecerse solo a sí mismo, hacer el mal y fingir hacer el bien, codiciar y apropiarse de todo lo que pueda, actuar miserable y brutalmente, gozar del presente, eliminar a los enemigos y, si es necesario, también a los amigos, usar la fuerza con los demás y pensar exclusivamente en la guerra. Mejor ser temido que amado.
Es irrelevante, pues, cómo el príncipe materialice sus deseos, siempre y cuando los consiga. El éxito justifica siempre los medios utilizados, aun cuando estos sean perversos. Sin embargo, violentar la institucionalidad democrática y la moral pública para alcanzar un objetivo, incluso bueno, no es más que una excusa para valerse de cualquier mecanismo, sin reparar en la ilegalidad, la inmoralidad y la repugnancia. El príncipe es, por tanto, un gobernante que se mueve al margen de la legislación y la ética. De hecho, se coloca por encima de ellas. La ambición de poder y riquezas lo hacen necesariamente injusto e inmoral.
Pese a las apariencias, esta forma de gobernar tiene desventajas. Los medios utilizados determinan la naturaleza del fin alcanzado. La excepcionalidad es irrelevante si la acción está viciada por la brutalidad, el encarnizamiento y el engaño. Esta manera de actuar revela la identidad del líder o del presidente. Estos son capaces de cualquier cosa con tal de preservar intacto su poder. El segundo agravante es que la manera de desenvolverse compromete la justicia y la moralidad de la acción, del agente y del resultado. Atropellar, agredir y mentir son tan ilegales e inmorales como sus agentes. En cuanto a las consecuencias de estas prácticas, cabe preguntar qué seguridad puede ofrecer una sociedad donde los corruptos, los asesinos y los embusteros deciden la justeza de sus crímenes.
Desde la perspectiva cristiana, codiciar, robar, asesinar y mentir son pecados gravísimos y el Evangelio no contempla ninguna excepción que los vuelva admisibles o justificados. Ni siquiera cuando se pretende hacer que los planes de Dios se cumplan sin contratiempos. Algunas figuras religiosas y muy devotas suelen racionalizar la acción perversa con el cumplimiento de la voluntad divina. No existe justificación alguna para el comportamiento inmoral, sin importar la motivación o la finalidad. Si los medios no se apegan a la justicia del reinado de Dios, el fin tampoco, por más piadoso que parezca.
El presidente acostumbra repetir que Dios está de su lado, y por ello debe recapacitar seriamente sobre su obrar, porque este contradice la fe que dice profesar. No solo quien invoca al Señor Jesús entrará en el reino de los cielos, sino aquel que hace la voluntad de Dios. Y cuando los que mucho hablan aleguen que actuaron en su nombre, los apartará por haber practicado la iniquidad. La voluntad de Dios pide cuidar de su creación, no expoliarla para impulsar un progreso falso y solo para algunos; dar de comer al hambriento, de beber al sediento y vestir al desnudo, no pisotear la dignidad de los descartados; acoger a los inmigrantes, no desampararlos; cuidar los enfermos, no desatender la salud de las mayorías; y visitar a los presos, no maltratarlos y exterminarlos.
Los asesores cristianos de Casa Presidencial tienen una grave responsabilidad al no censurar una conducta contraria al Evangelio y al recomendar a sus víctimas orar y confiar en una providencia divina, en la cual ellos mismos no creen, porque tienen su confianza puesta en el dinero y el poder. Más pecado tiene quien guía a los ciegos al despeñadero que los propios ciegos que se despeñan confiados en haber encontrado su salvación.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.