Comenzamos el año y si se hiciera una encuesta, volverían a aparecer la violencia y la economía como los dos grandes problemas populares. La fuerte presencia real y mediática de la violencia contribuye a que aparezca como preocupación incluso por encima de la economía. La gente se siente insegura en el bus, en la calle, en el camino a la casa e incluso en la vivienda. Es casi seguro que el tema será también objeto de debate dado el clima electoral, que comienza precisamente con el inicio de año. Y como de costumbre, unos dirán que están haciendo lo que pueden y otros dirán que lo hacen muy mal. Pero la violencia y la delincuencia no es un problema nuevo de El Salvador. Sin miedo a equivocarse, se puede decir que es un problema estructural. Y como tal, el debate sobre cómo frenarlo y remitirlo a niveles mínimos no puede ser cuestión de recetas, sino del esfuerzo de analizar estructuralmente el problema.
Un primer paso es darse cuenta de que la violencia estructural casi siempre genera violencia personal. En general, es el drama de América Latina, que teniendo solamente el 10% de la población mundial sufre el 30% de los homicidios que se cometen en el planeta. La explicación más frecuente y correcta es el simple hecho de que es la región con mayor desigualdad en el ingreso económico por familia a nivel mundial. Y esa realidad no es una casualidad. Desde tiempos coloniales, la estructuración social de castas estaba al servicio de la producción de beneficios tanto para la metrópoli como para el funcionario español o la familia criolla de renombre y pertenencia a la élite. Y la estructuración burocrática de controles y papeleo estaba al final persiguiendo los mismos fines, dejando con frecuencia la solución de los problemas de convivencia a ciertas formas de iniciativa grupal o individual.
La independencia no cambió el esquema; más bien, lo reforzó con políticas económicas en las que la explotación estaba permitida, al tiempo que el liberalismo económico individualista se expandía y defendía el poder del fuerte sobre el débil. La mezcla de liberalismo económico radical con pautas de comportamiento autoritario fue creando estas sociedades nuestras donde la explotación prácticamente no se entiende como un problema y donde las desigualdades siguen floreciendo. Y quien lo dude puede ver en la reciente subida del salario mínimo cómo la diferencia entre el de la ciudad y el del campo se separan cada día más en detrimento del trabajo agropecuario.
A este doble elemento de cultura autoritaria y liberalismo económico se ha sumado, a partir sobre todo del final de la guerra civil, una cultura consumista terriblemente agresiva. No se ha estudiado en El Salvador el efecto que tiene sobre una mayoría pobre o con carencias nada o poco superables la sistemática propaganda que trata de convertir el poseer y el comprar en los mecanismos principales de autosatisfacción. Pero es evidente que si la propaganda comercial está incitando a comprar felicidad a personas que no tienen los medios para hacerlo, un buen plus de infelicidad se está generando. Y ese disgusto, si bien se puede reprimir o incluso aceptar, produce también, lógicamente, tanto el deseo de emigrar como, en ocasiones, un modo de rebeldía que lleva a la apropiación violenta de lo ajeno. Y cuanto más se concentra la sociedad en defender ese estatus de injusticia de unas diferencias en el ingreso y en la riqueza que no dejan de crecer, mejor se organizan aquellos que se rebelan, aunque sea primitiva y violentamente contra ese absurdo sistema.
Podrán algunos alegar que en El Salvador se ha reducido la pobreza y no por ello ha bajado la violencia. Pero aunque es cierto que la pobreza ha disminuido, la desigualdad se mantiene en niveles excesivamente altos. E incluso un buen sector de la nueva clase media es sumamente vulnerable, lo que hace que sea más fuerte la tendencia de acumular rápido el mayor bienestar posible, como prevención en una sociedad insegura. Esa inseguridad frente al futuro ofrece una magnífica perspectiva de florecimiento de la corrupción, la droga y cualquier forma de enriquecimiento ilícito o poco moral —cuando no inmoral—, pero rápido. Y si a ello se añade la extendida corrupción incluso entre los más altos exponentes de la política, acompañada de la impunidad y la debilidad de las instituciones de justicia y persecución del delito, el menú de la violencia está plenamente servido.
Comienza un año y muchos dirán, a lo largo tanto de la campaña electoral como de 2015, que hay que enfrentar y vencer a la violencia y al delito de una vez por todas. Los partidos se acusarán unos a otros, creando más confusión y desesperanza. Aparecerán seudoprofetas diciendo que hay que hacer tal cosa o tal otra. Pero mientras no tengamos una visión estructural de país y no estemos dispuestos a cambiar las causas profundas de la violencia, todo quedará en palabras. Tal vez sea hora de comenzar a cambiar estructuras mentales, además de las sociales, para que los resultados de nuestros esfuerzos de paz sí sean viables.