El poder político busca siempre maneras de perpetuarse. Hay maneras estandarizadas que siguen los partidos, sean de la tendencia que sean. Por ejemplo, en El Salvador, tanto Arena y el FMLN en el pasado, como Nuevas Ideas en la actualidad tratan de llevarse bien con la Fuerza Armada, darle protagonismo social y no crearle ningún problema. La ideología en en este punto es indiferente. Ningún partido se ha atrevido a nombrar a un civil como ministro de Defensa, como hacen las democracias desarrolladas. Y eso a pesar de que hay civiles que estarían más preocupados por servir al Ejército que muchos de los militares, más interesados en hacer avanzar su carrera que en conseguir poder social. Ahora bien, los modos de dominar políticamente y trabajar en favor de la permanencia en el poder tienen también sus elementos diferenciadores. Más que hacer un ejercicio comparativo entre los partidos que han administrado el poder en los últimos 34 años, nos concentraremos brevemente en algunos aspectos novedosos y específicos del Gobierno de Nuevas Ideas.
El estilo del liderazgo del presidente Bukele trata de combinar, de un modo sistemático, seducción, novedad, ejecución y temor. Seduce con esa capacidad, con frecuencia salpicada de un poco de desvergüenza, de hablar, responder, criticar, enfrentarse, exaltar las propia realizaciones y tomar decisiones rápidas, aunque la ejecución de lo prometido vaya bastante más lento de lo que el discurso pretende. Se puede presentar en la ONU dando lecciones a todos los países de cómo debería estar organizada la asamblea plurinacional, haciéndose selfis y presumiendo de ser un presidente cool. Su estilo desinhibido, irónico y agresivo seduce a muchos salvadoreños. La realidad detrás del discurso, e incluso la vacuidad del mismo, no importa. La apariencia juvenil, activa y respondona gusta. La escenificación exageradamente glamorosa y la propaganda sistemática contribuye a aumentar el efecto.
Al mismo tiempo hace cosas que “nunca se habían hecho anteriormente”. El manejo de la pandemia fue un ejemplo claro. Aunque posteriormente se ralentizó la vacunación, El Salvador fue uno de los primeros países en América Latina en llegar a cubrir con una o dos dosis al 60% de la población. Repartió canastas alimentarias y bonos de 300 dólares a una buena cantidad de gente en necesidad. Y si alguien se contagiaba de covid, le llevaban medicina a la casa y le llamaban por teléfono todos los días para ver qué tal le iba. Ante la alerta, tensión y miedo causados por el coronavirus, resultaban problemas menores que el Gobierno bajara sustancialmente la atención a otras enfermedades crónicas, detuviera y castigara ilegalmente a quienes no cumplían con la orden de reclusión domiciliar, y descuidara y dejara morir masivamente a ancianos internos en los asilos administrados por el Estado.
Por otra parte, la capacidad ejecutiva para algunos temas y la habilidad en el enfrentamiento con los opositores, en buena parte desprestigiados por el ejercicio del poder, daban apariencia de verdad a todas las promesas presidenciales, por descabelladas que fueran, como, por ejemplo, la confianza ciega puesta en el bitcóin. La novedad de acciones, la capacidad ejecutiva parcial y estratégica, y la propaganda intensa hacían olvidar errores, tanto de ejecución como de menosprecio y abuso de los derechos de las personas.
Y finalmente el miedo. La utilización del Ejército en la seguridad, el dominio casi absoluto de las instituciones de control del poder, el financiamiento y apoyo a la agresividad en las redes, la manipulación de valores en la propaganda, los ataques y amenazas a los medios de comunicación críticos, la capacidad de mentir desde la impunidad del poder, junto con la persecución política crearon temor en mucha gente. La llamada “guerra” contra las maras, plagada de violaciones a derechos constitucionales y convencionales, y la posibilidad de extenderla a otros sectores, como por ejemplo a los pastores evangélicos que han trabajado en la reinserción de delincuentes, ha ido creando no solo una cultura de “prudente” silencio en mucha gente, sino un auténtico miedo en una buena proporción de la ciudadanía crítica. Al terminar esta breve descripción podemos preguntarnos por la coherencia democrática del régimen. Y podemos concluir diciendo que la violación sistemática de derechos básicos, tanto constitucionales como ratificados en convenciones internacionales, desluce el brillo artificial de la propaganda. Elegido democráticamente, este Gobierno no funciona bajo los modos de una democracia desarrollada; no es capaz de dialogar con la sociedad civil ni de respetar los derechos humanos y las instituciones estatales independientes del Ejecutivo. El efecto en el largo plazo de la capacidad seductora y autoritaria del actual presidente sobre el respeto a los derechos humanos está todavía por verse. Pero que la contradicción es peligrosa para el futuro democrático de El Salvador parece evidente.