El país de las amnistías

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Benjamín Cuéllar
27/01/2014

El país de las amnistías: ese es El Salvador, ni dudarlo. Acá ocurrieron atrocidades inimaginables y sus responsables nunca fueron investigados, perseguidos, detenidos, procesados ni condenados. Todo lo contrario; fueron protegidos y hasta ensalzados. Esa ha sido la tradición perversa, y con ella se ha consolidado el uso de la trampa y la violencia para "solucionar" conflictos de diversa índole, desde familiares hasta nacionales. ¿Quiénes pagan la factura de ese proceder institucionalizado y, en buena medida, aceptado socialmente por acción u omisión? A la vista está: los sectores más vulnerables de un país donde las desigualdades son abiertas y ofensivas, sin que eso llame hoy día a la indignación y la acción colectiva.

A la base de todo está la sempiterna impunidad, que ha protegido a autores materiales e intelectuales de graves violaciones de derechos humanos, crímenes de guerra y delitos contra la humanidad; también a capos del crimen organizado y a sus lugartenientes dentro de las maras, a grupos económicos voraces y a funcionarios corruptos, a políticos marrulleros y a otros delincuentes. Dos de los bastiones de ese andamiaje perverso se establecieron o reforzaron después del levantamiento indígena y campesino de 1932, realizado sobre todo en el occidente del territorio salvadoreño.

Hace ochenta y dos años, el 22 de enero, esa población desesperada se rebeló —en las condiciones más adversas— contra la inhumana exclusión en la que apenas sobrevivía. La respuesta al alzamiento fue la matanza ordenada por la incipiente dictadura militar, para someter a quienes lo único que podían perder era la vida; esa vida que, en las condiciones en que se encontraban, ya la estaban perdiendo a pausas. No les quedaba de otra. Las víctimas de esa barbarie entraron así a la sangrienta historia nacional, y no puede ocultarse su sacrificio ni su ejemplar insolencia. A esa matanza, quizás la más grande y terrible ocurrida en América Latina durante la primera mitad del siglo pasado, le siguieron la mentira y el perdón oficiales para los criminales responsables, los que mandaron a matar.

Entonces se inauguró una línea del discurso estatal que se repitió hasta la saciedad: los reclamos de la gente para hacer valer sus derechos, tanto económicos y sociales como civiles y políticos, eran producto de la conspiración y la injerencia del "comunismo internacional", que quería destruir el "sistema occidental y cristiano" mediante la propagación de una "doctrina anárquica y contraria a la democracia". Desde este discurso, el motor de la sublevación en enero de 1932 no fue el hambre y la angustia que esta provocaba, sino la maligna manipulación del Kremlin, que desde Rusia daba órdenes al Partido Comunista Salvadoreño.

Para garantizar la perdurabilidad de esa "leyenda" en ciernes, de forma arbitraria se absolvió de culpas a los criminales con la aprobación de algo que después se hizo rutina: la amnistía. En efecto, con escasos dos artículos, el decreto firmado el 13 de julio de 1932 por el aún aprendiz de sátrapa, el general Maximiliano Hernández Martínez, se le concedió de manera "amplia e incondicional" a quienes "hubieren participado en la rebelión comunista de los días veintidós y veintitrés de enero próximo pasado", con una acotación reveladora: "los individuos que aparecieren culpables de los delitos de asesinato, homicidio, robo, incendio, violación y lesiones graves".

Esto último, sacado textualmente del decreto en cuestión, debe leerse así: en esa gracia no cabía el indígena y el campesino rebelde, pero sí "funcionarios, autoridades, empleados, agentes de la autoridad y cualquiera otra persona civil o militar, que de alguna manera aparezcan ser responsables de infracciones a las leyes, que puedan conceptuarse como delitos de cualquier naturaleza, al proceder en todo el país, al restablecimiento del orden, represión, persecución, castigo y captura de los sindicados en el delito de rebelión antes mencionado". La otra rúbrica que aparece en el decreto es la de Miguel Ángel Araujo, responsable de la cartera de Justicia en el gabinete del déspota Hernández Martínez. Por eso, de entonces a hoy, más que hablar de un ministerio hay que referirse a la justicia como un misterio, es decir, algo secreto e impenetrable que no se logra entender o describir.

De ahí en adelante, los poderes opresores supieron que la rebeldía popular contra el hambre podía seguirse conteniendo con el derramamiento de sangre, porque la impunidad rampante lo permitía. Así se repitió en El Salvador, cuantas veces fue necesario, la práctica de amnistiar a los perpetradores de las peores salvajadas y de despreciar a las víctimas. Combinadas la lucha de los de abajo por cambiar el estado de cosas con la impunidad de los de arriba, que mataban y desaparecían personas para mantenerlo, El Salvador estalló de nuevo y tuvo que padecer los estragos de una guerra que duró más de once años.

Terminado el conflicto armado, volvió otra vez la burra al trigo: premio para los infames y castigo para la gente atropellada por sus infamias. Y porque se legitimaron patrones de violencia criminal como la masacre de El Mozote —también la más grande y terrible en América Latina, pero durante la segunda mitad del siglo veinte—, el suelo patrio sigue anegado en sangre y por debajo continúa creciendo un inmenso cementerio clandestino, donde las víctimas sepultadas provienen siempre de los mismos sectores de la población: los excluidos.

A esa pobrería, los miembros de la politiquería autóctona, a través de una campaña repleta de fantasías y de millonario despilfarro, le ofrecen el cielo y la tierra, la mano izquierda blanda o la derecha dura... Pero lo que ofrece la realidad es entierro, encierro o destierro, sobre todo para los jóvenes. Para superar eso, ¿a qué se comprometieron los candidatos durante su largo, aburrido e innecesario tour proselitista? ¿Alguien oyó alguna propuesta seria, integral, sensata y participativa, solo realizable mediante un acuerdo nacional entre partidos políticos, empresa privada, universidades, Iglesias, sociedad y víctimas en lugar privilegiado?

"Todos nacimos medio muertos en 1932", dijo Roque. Y agregó: "Sobrevivimos, pero medio vivos". ¿Será que se nos murió la otra mitad en medio de la represión oficial, la violencia política y la guerra que se dieron entre 1972 y 1992? ¡Ojalá que no! Ojalá que la rebeldía ante la arbitrariedad y la injusticia, venga de donde venga, gane quien gane, no haya muerto. Porque de ser así, como hasta ahora, seguirán ganando unos pocos y perdiendo las mayorías populares.

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Anónimo
27/01/2014
12:20 pm
don benlamin como siempre habla y habla sin decir nada se deja entrever con lo que dice \"gane quien gane\" que siemp`re esta contra el actual gobierno no se que desea
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