Las desapariciones son siempre una tragedia. Ante ellas, el Estado tiene la grave obligación de desarrollar protocolos de búsqueda, mantener políticas de atención a los familiares de las víctimas y crear cuerpos especializados de investigación eficaces y rápidos. Es evidente que dada la frecuencia de las desapariciones, la costumbre policial de esperar 72 horas antes de comenzar a indagar debe abandonarse. Alguna gente reaparece, otra queda en el olvido y un porcentaje relativamente alto ha muerto asesinada y se ha ocultado su cadáver. El caso de la policía Karla Ayala, asesinada y ocultada por un agente junto con cómplices pertenecientes a grupos de exterminio, es un caso que puede servir de ejemplo. Hay salvadoreños que desaparecen cuando emigran a Estados Unidos. Son secuestrados para obtener rescate y, en el caso de muchas mujeres, para hacer trabajos en formas muy semejantes a las de la esclavitud. El hecho de ser extranjeros en los lugares donde desaparecen dificulta tanto la investigación como la persecución de los victimarios. Por eso, tener una buena red de consulados a lo largo de las rutas migratorias es una responsabilidad de los Estados centroamericanos con abundancia de migrantes.
La desaparición es considerada como un delito permanente hasta que la persona o su cuerpo no reaparece. El trauma de permanecer desaparecido un tiempo, si la víctima sobrevive, es duro y duradero. El dolor de familiares y seres queridos es sumamente angustioso. Según un estudio del Observatorio Universitario de Derechos Humanos, la Policía Nacional Civil reportó recientemente un total de 4,060 casos de desapariciones en unos dos años y medio. El Balance Humanitario 2022-2023 del Comité Internacional de la Cruz Roja indica que en El Salvador hubo 692 personas desaparecidas en 2022. En general, las víctimas son jóvenes. Y en el caso de mujeres jóvenes desaparecidas, la mayoría es encontrada asesinada, abandonada en parques públicos o en tierras baldías. Las más de las veces los victimarios entierran los restos de sus víctimas en fosas o cementerios clandestinos, con el fin de que sus crímenes queden en la impunidad. El hecho de que gran parte de las víctimas sean de estratos poblacionales en situación de pobreza o vulnerabilidad no debe ser excusa para la inacción.
Los datos nos dicen sin duda que el Estado salvadoreño tiene una deuda pendiente. El informe del Observatorio Universitario de Derechos Humanos afirma que “no hay cifras homologadas ni registro que permitan a las autoridades vinculadas a la búsqueda de personas sistematizar la información de los casos ocurridos en contextos de violencia, de migración y del conflicto armado del pasado”. La creación de un registro único y un sistema de búsqueda que incorpore diferentes estrategias de colaboración interinstitucional es cada vez más urgente. Tener una relación fluida con los familiares de los desaparecidos es una responsabilidad de primer nivel. Las desapariciones fueron plaga en el pasado, continuaron siendo un problema en la posguerra y persisten en el presente. Enfrentarlas, desarrollar políticas y procedimientos adecuados, invertir más en la capacidad de investigación de la PNC y crear cuerpos especializados que atiendan los casos son los pasos mínimos a los que está obligado el Estado.