El problema del militarismo

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La debilidad de los Gobiernos y su incapacidad de resolver los problemas nacionales ha hecho que en América Latina retornen formas de militarismo. Algunos países más avanzados en el campo del desarrollo, especialmente en el cono sur, han conseguido mantener a los militares en sus cuarteles. Pero en otros, y de un modo muy particular en Centroamérica, los militares han vuelto a tener prestigio después del descrédito a causa de los crímenes cometidos en los años ochenta del siglo pasado y de la corrupción que rodeó a sus altos mandos. El afán de resolver rápido las cosas, el tema de la seguridad y la tendencia al uso de la fuerza cuando las instituciones legales no funcionan contribuyeron a este retorno del militarismo. El Salvador no ha sido la excepción. Ya los Gobiernos previos al actual protegieron a criminales del pasado y, en general, trataron al Ejército con guante de seda. La administración de Nayib Bukele, consciente del creciente rol de la Fuerza Armada en la vida política, ha buscado establecer una alianza más allá de lo que la actual Constitución dispone. “Amor con amor se paga”, afirma el dicho popular. Haciéndolo suyo,  la comunicación gubernamental nos dejó ver recientemente al militar ministro de Defensa aplaudiendo con entusiasmo al presidente al este anunciar que se presentará a la reelección.

Tras una inicial apariencia de independencia respecto al Ejército, con la eliminación del nombre de Monterrosa de los muros de la brigada de San Miguel y las promesas —fallidas— a las víctimas de El Mozote, todo ha vuelto a la tendencia de antes. Aunque, por supuesto, revestida con las características de la propaganda del Gobierno actual, capaz de convertir en simulacro de bondad lo que en realidad es abuso de la fuerza. El apoyo preferencial a la Fuerza Armada ha sido evidente en hechos ni correctos, ni, mucho menos, ejemplares. El cierre de archivos militares respecto a la masacre de El Mozote y de otros crímenes del pasado no es nuevo, pero en esta ocasión se llevó a cabo impidiendo con gente armada el derecho de un juez a revisar la documentación militar. La presencia amedrentadora de soldados en la Asamblea cuando el presidente se la tomó por la fuerza visibilizó a un Ejército capaz de saltarse las normas básicas de la democracia. El involucramiento en tareas de seguridad con frecuencia abusivas, tanto durante los días duros de la pandemia como en el semestre que llevamos de régimen de excepción, ha puesto a la Fuerza Armada, aunque de forma limitada de momento, en la dirección de los antiguos esquemas de seguridad nacional que tanto daño causaron en América Latina. El aumento considerable en el presupuesto militar, la pretensión de duplicar el número de efectivos e incluso la idea absurda y fallida del servicio militar obligatorio suenan al mismo tiempo a premio para la Fuerza Armada y a amenaza para la ciudadanía.

El problema es legal y moral. Desde la legalidad, el Ejército tiene funciones muy concretas. Y ciertamente el cuido de la seguridad ciudadana no es una de ellas. La tendencia militar a funcionar con el dualismo amigo-enemigo y a convertir en guerra cualquier acción encomendada para corregir problemas sociales convierte a los ejércitos en mecanismos de contención social muy peligrosos para seguridad de las personas. Desde la moralidad, un Ejército como el nuestro, con una historia de violencia muy trágica y oscura, no es el mejor instrumento para acumular funciones de seguridad. Y más en la medida en que ha sido incapaz, como institución, de reconocer los crímenes cometidos en la guerra civil. El reconocimiento de los errores resulta siempre indispensable para que las instituciones no los repitan. Y cuando los errores no son tales, sino crímenes de lesa humanidad, la petición institucional de perdón se vuelve indispensable. El hecho de que en buena parte de América Latina se esté utilizando a la Fuerza Armada para reforzar poderes civiles con tendencia autoritaria no es bueno para la historia social de nuestros países. Entre nosotros, la democracia necesita crecer en el campo de la legalidad, fortalecerse más desde el respeto a la ley que desde el cultivo de la fuerza.

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