La retórica del Gobierno de Trump sobre las pandillas salvadoreñas no debe dar pie a falsas expectativas en El Salvador. Los funcionarios estadounidenses han endurecido su discurso contra aquellas, en particular contra la MS-13, a la cual el Fiscal General de aquel país califica como una de “las pandillas más peligrosas de Estados Unidos”. El funcionario la considera tan peligrosa que su erradicación es prioridad gubernamental. En consecuencia, recurrirá al mismo método usado para acabar con Al Capone, el narcotráfico y el crimen organizado. En esa misma línea, no hace mucho, la prensa salvadoreña anunció fascinada la captura de decenas de pandilleros, presuntamente salvadoreños, en suelo estadounidense.
Esas medidas, aplicadas con la eficiencia estadounidense, pueden reducir drásticamente la actividad de las pandillas en Estados Unidos, pero su impacto acá será mínimo. Washington busca resolver su problema de seguridad, no el nuestro. La estrecha colaboración de Washington con los países del Triángulo Norte, incluida la presentación de cargos criminales contra más de 3,800 pandilleros, en Estados Unidos y Centroamérica, algo que enorgullece al Fiscal, debe ser tomada con cautela, porque, en el caso de El Salvador, el sistema judicial no tiene capacidad para procesar semejante cantidad de acusaciones. Por esa razón, The Economist, en su última edición, afirma que, a diferencia de Guatemala y Honduras, que reconocen que su institucionalidad está podrida y por ello admiten ayuda internacional, nuestro país permanece impasible.
En realidad, la amenaza no es tan temible ni el peligro tan grande como asegura el Fiscal estadounidense. Su discurso se inscribe dentro de una tendencia que explota el tema de las pandillas salvadoreñas. La presencia de estas en Estados Unidos es indudable, pero la persecución del Gobierno de Trump no se dirige solo contra ellas, ni ellas constituyen la mayoría de capturados y presentados ante el juez. La mayor parte de los detenidos semanas atrás, publicitados por la prensa local, no eran salvadoreños, sino de otras nacionalidades y de otras organizaciones criminales. A la MS-13 solo se le atribuyen varios crímenes cometidos en Virginia. La retórica contra las pandillas se amplía hasta abarcar a los inmigrantes centroamericanos, a quienes identifica con ellas. Así, pandillero e inmigrante son casi lo mismo. Según ese discurso, ambos son propensos al crimen, la droga y toda clase de perversiones. Washington explota el miedo a las pandillas salvadoreñas para cultivar el rechazo al inmigrante centroamericano y justificar su deportación.
“La pandilla salvadoreña” se ha convertido en un estigma, una especie de “marca país” en Estados Unidos. La pandilla es la marca del terror. En la campaña para elegir al gobernador de New Jersey, circula un anuncio republicano que juega con el miedo del electorado a la MS-13. La publicidad muestra una figura encapuchada, armada con un bate de béisbol, en un callejón oscuro, con la siguiente leyenda: “Matar, violar, controlar”. Otro anuncio, también republicano, advierte que el candidato demócrata es apoyado por “asesinos trastornados” como el protagonista de la publicidad, “un extranjero ilegal y un violador de niños”. Un tercer comercial presenta a hombres de piel oscura muy tatuados con el siguiente mensaje: “MS-13 es una amenaza”. En realidad, estos hombres pertenecen a otra pandilla y fueron fotografiados en una cárcel salvadoreña. Por tanto, no residen en Estados Unidos. Así, pues, no solo los partidos salvadoreños hacen uso de las pandillas en sus campañas electorales.
No solo el populismo y la xenofobia de Washington se ocupan de la violencia de las pandillas. Una publicación seria como The Economist llama la atención sobre otra dimensión de la violencia. En su última edición, la revista presenta a El Salvador como el país con la tasa de asesinatos más alta del mundo y donde sus policías matan con frecuencia preocupante. El hecho de que la policía mate con tanta asiduidad en países asolados por la violencia puede ser razonable, según la revista: en la medida en que los delincuentes armados que confrontan a la policía son más, esta tiende a disparar más a menudo. Sin embargo, la revista observa que algo particularmente alarmante ocurre en El Salvador. A medida que la tasa de homicidios aumenta, mayor es la proporción de asesinatos cometidos por la policía. Al parecer, cuando la policía es incapaz de contener la violencia, tiende a perder sus inhibiciones y contribuye a ella, sobre todo si el Gobierno le dice que puede disparar sin temor a las consecuencias. Los asesinatos de la policía pueden reducirse con recursos técnicos y una amplia reforma que libere al sistema judicial del crimen organizado, algo a lo que El Salvador se resiste. Tal vez porque sus políticos saben bien que un sistema judicial sano y robusto también perseguiría la corrupción.
El desquiciamiento social ha llegado a tal extremo que El Salvador ahora es conocido también como un país de asesinatos y asesinos, de terror y de muerte. La evidencia muestra que ha llegado el momento de replantearse la realidad salvadoreña desde otra perspectiva distinta a la represión.