En la última semana han salido a la palestra política algunos grandes empresarios ligados al partido Arena aventurando pronósticos de lo que le sucedería al país si ganara el FMLN. Roberto Murray Meza afirmaba en una entrevista en El Mundo que "en estos momentos de crisis económica que se vive a nivel mundial, sería muy difícil para el país salir adelante con un cambio radical en el Ejecutivo". Por su parte, Samuel Quirós, en La Prensa Gráfica, sostenía lo siguiente: "Me cuesta imaginar que alguien que nunca ha manejado una empresa en su vida pueda tener la capacidad para manejar la empresa más grande de un país: el gobierno". Y finalmente, Ricardo Sagrera, en una entrevista concedida a El Diario de Hoy, haciéndose eco de las declaraciones que una semana antes había dado Ricardo Poma en ese mismo medio, afirmó que "con el FMLN habría inestabilidad en el país y una amenaza a las libertades".
De alguna u otra forma, los empresarios mencionados repiten y amplifican lo que han venido difundiendo la campaña arenera y sus corifeos en los últimos meses: que un triunfo del FMLN supondría un "cambio de sistema" (ocultando interesadamente o por ignorancia la diferencia esencial entre modelo y sistema), un ataque a la democracia, y la generación de un ambiente de caos y violencia que harían imposible las inversiones y la creación de condiciones necesarias para enfrentar los graves problemas socioeconómicos que enfrentará el país en el contexto de la crisis económica mundial.
Si analizamos detenidamente las afirmaciones de los empresarios mencionados y las confrontamos con lo que está ocurriendo realmente en el país, sale a la luz su carácter ideologizado y falaz.
En primer lugar, la afirmación de que con el FMLN sobrevendrá un cambio radical en el Ejecutivo. Un análisis elemental de las condiciones políticas, jurídicas, sociales, económicas y culturales imperantes actualmente en el país nos pone en claro que no es posible para una fuerza política que controle el Ejecutivo propiciar un cambio radical en la actual coyuntura nacional, incluso aunque esa fuera su intención encubierta, lo cual no es el caso. Y esto no solo por los impedimentos constitucionales y legales, sino también por toda una serie de obstáculos y limitaciones objetivas en los otros ámbitos de la realidad nacional. El FMLN no cuenta con el favor del poder económico, militar y mediático del país. Y esto es un hecho. Solo como ejemplo imaginémonos cuál sería la reacción de la Fuerza Armada ante cualquier intento del partido de izquierda por modificar la Constitución o de organizar grupos de autodefensa civil en los barrios, o de crear el "poder popular", como maliciosamente lo ha sugerido la campaña arenera y mediática. Pero además, en el nivel político, el órgano legislativo está controlado por las fuerzas de derecha, que no le harán fácil a un eventual gobierno de Mauricio Funes la aprobación de las leyes necesarias para propiciar los cambios que quisiera impulsar. Esta situación lo llevará forzosamente a negociar y llegar a consensos con el resto de partidos políticos y las principales fuerzas sociales y económicas del país.
No creo que la mayoría de empresarios del país no vean ni entiendan esto. Ellos saben perfectamente que no es objetivamente posible un cambio radical con el FMLN. Entonces, ¿por qué estos empresarios ligados al partido oficial insisten en seguir afirmando lo contrario? Habría que indagar en los grandes intereses que están en juego, en las dificultades que tendrán con un gobierno de izquierda para seguir influyendo directa o indirectamente en las decisiones del Ejecutivo, como lo han hecho hasta ahora ("ser el segundo latido del corazón del Presidente"), y en la incertidumbre y la ansiedad que les genera la perspectiva de no seguir contando con las prebendas y favores que han tenido por parte del Gobierno para sacar adelante sus objetivos de beneficio privado.
En segundo lugar, la afirmación sobre la carencia de experiencia empresarial por parte de la izquierda y, en especial, del candidato Mauricio Funes. Dicha afirmación presupone que el Estado tiene la misma naturaleza y los mismos fines que una empresa privada. Desde los filósofos políticos griegos, como Platón y Aristóteles, hasta John Rawls, con su teoría de la justicia, sabemos que existe una diferencia cualitativa entre el Estado y las otras comunidades y partes que lo conforman. El Estado como un todo tiene un fin y un bien superior, que es el bien común, que no se identifica con la mera suma de los intereses privados o individuales. Por eso Platón, en su propuesta del Estado ideal de la República, reclamaba que los filósofos lideraran el gobierno para la consecución de la justicia. Aristóteles se oponía a un gobierno oligárquico y proponía un Estado de derecho en el que no se confundiera el interés público con los intereses privados de sus miembros. Rawls, un filósofo político liberal, aboga por un pacto originario entre todos los actores sociales, un pacto que posibilite la distribución adecuada de la riqueza social con el fin de proteger a los más desfavorecidos en la sociedad.
De esto se desprende que no es lo mismo saber administrar una empresa privada —que tiene como objetivo principal el beneficio y el lucro de sus propietarios— que manejar los asuntos públicos y conducir el Estado hacia la consecución de sus fines universales, que están por encima de cualquier fin particular o privado. El manejo de los asuntos estatales requiere un nuevo tipo de gobernantes, que tengan la capacidad y la formación suficiente, una visión de totalidad y que asuman y promuevan valores congruentes con la realización de un proyecto histórico en función del bien común de una sociedad concreta; esto es, para el caso salvadoreño, que posibilite cada vez más la creación de una sociedad más justa, libre, pacífica, democrática e incluyente.
Ser un empresario exitoso o haber tenido experiencia empresarial no es garantía per se de que alguien pueda hacer un buen gobierno ni debe exigirse como requisito para aspirar a la silla presidencial, como lo sugieren los ideólogos más recalcitrantes de la derecha. Si fuera así, una buena parte de los gobernantes del mundo occidental no serían actualmente presidentes. El presidente Obama no ha sido empresario ni ha tenido experiencia empresarial y no creo que a la mayoría de la población estadounidense se le ocurre pensar que no tiene la capacidad suficiente para ser gobernante ni las credenciales necesarias para liderar la ejecución de las medidas que se requieren en este momento para sacar a su país de la crisis económica en la que está sumido. Algo similar se puede decir del presidente Lula en Brasil. Además, se pueden citar casos de presidentes latinoamericanos que han salido del mundo empresarial y que han conducido gobiernos desastrosos, corruptos y caóticos, justamente por confundir el ámbito público y el ámbito privado, o más bien por identificarlos. Tal fue el caso de Abdalá Buccaram en Ecuador, Carlos Menem en Argentina y Fernando Collor de Mello en Brasil.
Finalmente, está el argumento de la inestabilidad social y política que acaecería con un gobierno del FMLN. Este es un pronóstico que no tiene fundamento en la realidad, por lo menos en lo que se refiere a que dicho partido vaya a ser el causante de ese escenario. Actualmente ya hay una crisis social preocupante, que se manifiesta en la creciente violencia delincuencial y la inseguridad ciudadana. Probablemente, a medida que los efectos de la crisis económica internacional repercutan en forma más aguda en el país, la inflación, el aumento del desempleo, el empobrecimiento progresivo de la clase media y la reducción paulatina en el monto de las remesas traerán mayores cotas de violencia, de criminalidad, de protesta social y de intranquilidad. Estos fenómenos, que se producirán independientemente de la fuerza política que gobierne en el futuro próximo, propiciarán ciertamente un escenario de ingobernabilidad y de inestabilidad. Un escenario que no favorece el clima de negocios y de inversiones, que es lo que más les preocupa a los empresarios.
Entonces, la cuestión que hay que responder es cuál de las fuerzas políticas actualmente en contienda por la presidencia tiene la capacidad de generar gobernabilidad y canalizar adecuadamente la conflictividad social en aumento y el creciente descontento de los sectores populares y medios: ¿Un partido político que arrastra un desgaste por sus veinte años consecutivos de control del órgano ejecutivo y que muestra intolerancia, prepotencia y rigidez ideológica para enfrentar los nuevos retos sociopolíticos que tendrá el país en el corto y mediano plazo? ¿O un partido político que por primera vez estaría con el control del gobierno, que levanta la bandera del cambio, que genera expectativas de mejora y tiene más afinidades con los sectores más golpeados por la crisis económica nacional e internacional? La respuesta flota en el ambiente.