Las grandes masacres casi siempre necesitaron fosas clandestinas. Muchas de ellas se fueron descubriendo después de las guerras que generaron las matanzas. Así actuaron los nazis en vastas zonas de la Europa oriental contra judíos y gitanos, o los soviéticos en zonas polacas o en su propio territorio cuando Stalin exterminaba opositores. Los nazis, preocupados por no dejar huella, pronto cambiaron las fosas comunes de los campos de exterminio (no todas) por los hornos crematorios. Hoy los campos de concentración nazis se han convertido en una especie de centros de reflexión, auténticos santuarios, del “nunca más”. Sin embargo, las fosas comunes continuaron siendo frecuentes en diversas guerras del siglo XX, posteriores a la Segunda Guerra Mundial, desde Yugoslavia a Camboya, pasando por otros muchos lugares, incluida América Latina. En una escala mucho más pequeña, las fosas comunes siguen presentes en algunos países como señal y signo de que la locura homicida no está extirpada de la historia humana. Uno de estos países es el nuestro, El Salvador.
Las fosas comunes, independientemente del tamaño que tengan, presuponen siempre una organización criminal que siempre será más amplia de lo que podemos imaginar, si contamos a los que colaboran, callan o no se atreven a hablar. Por eso resulta indispensable reflexionar sobre el tema. En un intervalo de tiempo corto, hemos visto en El Salvador la aparición de dos fosas clandestinas. Una con aproximadamente 20 cuerpos y otra de 26, según información oficial. En el caso de la primera, se capturó rápidamente a uno de los supuestos perpetradores, pues la tenía en su propia vivienda. Se habló inicialmente de una red, pero pronto el silencio cayó sobre la investigación y al capturado se le dio la calidad de “testigo criteriado”. En el caso de la segunda, tampoco hay mayor información sobre la autoría, conexiones y cómplices necesarios para disponer de esa especie de cementerio tan cercano a zonas densamente pobladas del gran San Salvador.
Por otra parte, sabemos que hay grupos de exterminio en el país, en los que se juntan sicarios, algunos policías o expolicías, y algunos comerciantes y medianos empresarios. En pura lógica racional, no resulta difícil establecer un nexo entre las fosas y la existencia de grupos ilegales de exterminio, a cuyo servicio están sin dudas dichosas fosas. Aunque los homicidios hayan bajado ostensiblemente en el país, esta doble presencia de grupos y fosas clandestinos muestra una fuerza del crimen organizado y una capacidad de acción del mismo que debería ser objeto de investigación prioritaria y de información pública trasparente.
Los crímenes concretos podrán sufrir reducciones, pero que un poder paralelo al Estado tenga la posibilidad de matar impunemente y “administrar” en el tiempo fosas o cementerios clandestinos, señala una vulnerabilidad estatal en el campo de la seguridad ciudadana realmente peligrosa. Y más en estos tiempos de tensión en los que se fomenta el odio contra la crítica política con una vocería con frecuencia agresiva. En este contexto, resulta indispensable para la ciudadanía señalar esta situación como una auténtica emergencia. Y al mismo tiempo exigir al Estado que asuma su responsabilidad a la hora de investigar a fondo tanto las fosas como los grupos de exterminio, y sus posibles vinculaciones. Por su parte, al Estado le corresponde garantizar la seguridad ciudadana, que siempre será débil si no se investiga con transparencia y se lleva a juicio a todos los implicados en esta doble y conexa situación de grupos y cementerios organizados al servicio del crimen.
* José María Tojeira, director del Idhuca.