El papa Francisco, sin duda un referente ético mundial, además de cabeza de la Iglesia católica, ha resaltado una vez más los peligros de la minería durante su viaje a África. Y no es para menos. El Congo, país que visitó, lleva años sufriendo guerras internas en buena parte inspiradas e impulsadas por intereses mineros. Recordó los “diamantes de sangre”, que se dieron a conocer por una película que narraba, en tierras africanas, las guerras, la esclavitud y la brutalidad que hay detrás del lujo occidental, indiferente ante los abusos de los que se sirven alguna empresas mineras y negociantes de joyas. Otros minerales y su explotación, como el coltán, no resultan menos peligrosos para la gente común, sin que contribuyan al desarrollo del propio país. Las palabras del papa son fuertes y merece la pena citarlas: “Es la guerra desatada por una insaciable avidez de materias primas y de dinero, que alimenta una economía armada, la cual exige inestabilidad y corrupción. Qué escándalo y qué hipocresía: la gente es agredida y asesinada, mientras los negocios que causan violencia y muerte siguen prosperando”. La frase, también del papa, “Basta de enriquecerse a costa de los más débiles con recursos y dinero manchado de sangre!”, aunque haya sido dicha en el Congo, puede servir para muchos países golpeados por la minería a cielo abierto en África y en América Latina. Los estragos de algunas mineras en Honduras o en Guatemala no nos dejan mentir.
En El Salvador, sin menospreciar a otras organizaciones, pero en buena parte gracias a los esfuerzos de la Iglesia católica, se ha logrado la prohibición, por ley de la República, de la minería metálica. Somos un país pequeño, sujeto a frecuentes deslaves y temblores, con problemas de agua y en el que un derrame de sustancias químicas peligrosas podría afectar a prácticamente todo el territorio nacional. Todos sabemos que alguna empresas mineras trataron no hace pocos años de extraer oro en cárcavas artificiales construidas a cielo abierto. Mintieron, prometieron abundancia y no tuvieron ningún escrúpulo en atacar a personas decentes. Diplomáticos de los países que albergan la sede de las compañías mineras, muy democráticos ellos, no tuvieron ningún empacho a la hora de mentir y hacer propaganda de sus empresas. Pero todos sabíamos que si un derrame químico afectara las aguas del río Lempa, el desastre ecológico sería terrible. El deterioro ecológico de El Salvador, las amenazas que pesan sobre él con el calentamiento global, la fragilidad de la economía no permiten jugar a esa especie de lotería mortal que es la minería metálica. Los accidentes y vertidos que periódicamente suceden en naciones de territorio grande y que afectan a amplias superficies son una seria advertencia para nosotros.
Hoy, cuando la situación económica de nuestro país puede inducir a algunos a buscar nuevos ingresos sin reflexionar sobre los riesgos, conviene recordar lo que nos movió a renunciar a la minería metálica. Las palabras del papa nos alertan. Y aunque aquí podamos presumir de que no se llegaría a la brutalidad con la que se opera en África, los riesgos ecológico podrían ser proporcionalmente mayores. La República Democrática del Congo tiene un territorio cien veces más grande que el de El Salvador. En un país de nuestro tamaño, un derrame de sustancias peligrosas sería mucho más perjudicial. “El mundo económicamente más avanzado suele cerrar los ojos, los oídos y la boca” ante este tipo de inversiones sin escrúpulos, nos dice el papa. Aunque nos toque en muchos aspectos defendernos solos, hay entre nosotros, así como en la sociedad civil internacional, una mayor conciencia ecológica. No caer en la tentación minera es, en la práctica, una cuestión de sobrevivencia democrática, ecológica y social.