Genocidio

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El juicio al general Ríos Montt por genocidio ha encendido los ánimos en Guatemala. Se repiten allá los mismos argumentos que aquí se mencionan contra la ley de amnistía. Abrir heridas, crear clima de violencia son las acusaciones de quienes no quieren que se hable de un pasado inhumano. Militares en retiro federados, algunos sectores del dinero y del poder se indignan y acusan incluso a religiosas, cuyas familias fueron víctimas de genocidio, de andar exacerbando los ánimos de los indígenas. El propio presidente guatemalteco, militar retirado, ha dicho públicamente que en su país no hubo genocidio. Sin embargo, la realidad está ahí, dura y terrible. Los testigos no mienten, hablan de masacres que golpearon especialmente a etnias y poblados indígenas en diversas zonas de Guatemala. La definición de las Naciones Unidas dice que el genocidio "es un delito internacional que comprende cualquiera de los actos perpetrados con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal; estos actos comprenden la matanza de miembros del grupo, lesión grave a la integridad física o mental de los miembros del grupo, sometimiento intencional del grupo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su destrucción física, total o parcial, medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo, traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo". Y el diccionario, con un sentido incluso más amplio, define al genocidio como el "exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de etnia, de religión, de política o de nacionalidad". Tanto en el sentido común del habla como en el técnico penal, es obvio que sí hubo genocidio en Guatemala.

Y la discusión de si hubo o no genocidio no es estéril. Porque muestra la brutalidad y la insensibilidad de unos sectores sociales que, pese a hablar de democracia, tienen una conciencia de superioridad que les nubla la vista frente a la eliminación de seres humanos pobres o indígenas. Son demasiados años de creerse superiores, cuando en realidad lo humano se rebaja cuando se mata, se roba, se explota al prójimo o se le ataca o desprecia por razones de raza, religión, sexo o condición económica o social. Los teóricos de la superioridad de unos seres humanos sobre otros encontrarían entre nuestras élites un campo bastante abonado si no fuera porque el totalitarismo y los golpes de Estado militares no están de moda en estos tiempos. Pero cuando se recuerdan los crímenes, aparecen de nuevo los ecos de la prepotencia criminal.

Y lo que ahora se discute en Guatemala no es un problema solo guatemalteco. La mayoría de nuestros países centroamericanos han tenido una historia donde la brutalidad ha mandado sobre la cordura y la fraternidad. Y todos necesitamos, de alguna manera, una verdadera purificación histórica. Porque la historia que silencia y olvida a las víctimas de la prepotencia, el abuso, la masacre y el genocidio no es más que un intento de los poderosos de mantenerse, aun variando las circunstancias, en situaciones de privilegio político, económico y social. Se vive entonces la historia como mentira, haciendo que el ciudadano sea incapaz de aprender críticamente de la misma. Si en el pasado algunos podían decir que en algún momento, con razón o sin ella, la religión era el opio del pueblo, hoy la droga que adormece son términos como "patria", "valentía" o "democracia", usados por los poderosos en contra de los débiles y fundamentalmente para justificar la permanencia en el poder y conseguir, con frecuencia, el enriquecimiento ilegítimo de unos pocos.

Hoy es indispensable releer la historia no desde el sentimiento de venganza, sino desde el amor a la verdad y a las víctimas. Víctimas que son personas y que tienen el derecho de expresarse y recuperar, desde la expresión de su sufrimiento, su condición pública de sujetos dignos. Uno de los filósofos posmodernos más importantes decía que la violencia pretende siempre acallar y silenciar toda pregunta. La verdadera historia de la democracia, que siempre va unida a los derechos humanos, devuelve a las víctimas no solo el acceso a la justicia, sino la capacidad de expresar esas historias no contadas que son parte real de nuestra historia, que son pregunta permanente por la justicia y la fraternidad. El "por qué" de las víctimas pide a gritos un nunca más colectivo y unánime, y una planificación fraterna del futuro que impida la repetición de la brutalidad. Los bramidos de quienes quieren silenciar a las víctimas, o llamar valientes a los genocidas, no son más que la terrible opción, contra la naturaleza humana, de mantener un mundo en el que puedan seguir existiendo verdugos con nombre de héroes y víctimas despojadas de humanidad. No se trata de venganza, sino de aprender a vivir, a respetar y a aceptar que solo si las víctimas de la historia recuperan su palabra, solo entonces nuestros países tendrán verdaderamente futuro.

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