La independencia de Bukele, como todo lo suyo, no tiene parangón en el país ni en la región. La del 15 de septiembre de 1821 palidece ante la desconexión actual del país del mundo exterior. Los movimientos de 1811 y 1814 no llegaron hasta donde él ha conseguido llegar, en poco más de tres años. Aparentemente, El Salvador nunca ha sido tan libre de las potencias imperiales, de los poderes financieros y de los organismos internacionales. En teoría, el país es libre y soberano para decidir su destino por sí mismo, pero siempre mediado por Bukele. El fundamento de está “verdadera independencia” es el aislamiento del entorno regional e internacional. El planteamiento entusiasma a los nacionalismos extremistas y a los populismos radicales.
Entusiasmos y fanatismos aparte, el país depende del dólar, una moneda extranjera, cuya adopción lo dejó sin política monetaria. La criptomoneda, que traería libertades inéditas e impulsaría un sorprendente despegue económico, languidece. La economía nacional —en particular, la sostenibilidad del dólar— depende, en gran medida, de las remesas de la diáspora: sin sus dólares sería imposible salvar el déficit existente entre las importaciones y las exportaciones, y cumplir con los compromisos internacionales. La actividad económica, orientada predominantemente a la exportación, depende de los mercados y los precios internacionales, de las cadenas de abastecimiento y de los derivados del petróleo. El crecimiento económico depende de la inversión extranjera, otro capítulo que sería resuelto por los millonarios de la criptomoneda. Pero, así como vinieron, se fueron sin dejar rastro de los miles de millones de dólares que el régimen aguarda ansioso. Los contratos, tan bien aprovechados por los intermediarios locales para enriquecerse, están vinculados a las transnacionales y al capital extranjero.
El aislamiento, disfrazado de libertad, soberanía e independencia, del que tanto se enorgullecen Bukele y sus socios, repercute directamente en una actividad económica débil, un crecimiento económico lánguido, una inversión externa mínima y mayor flujo de emigrantes. La independencia de Bukele es, pues, poco independiente. Los entusiastas y los extremistas no deben perder de vista que celebran una independencia de desempleados, de hambrientos, de enfermos y de violentados.
Atrincherado tras sus fronteras, el régimen se siente libre para hacer lo que se le antoja, sin preocuparse por lo que dirá la comunidad internacional. Bukele no hace viajes oficiales después de las curiosas visitas a Naciones Unidas, China, Turquía y Qatar. No asiste a las cumbres presidenciales ni a los foros internacionales. Tampoco recibe a los embajadores. Su Casa Presidencial le brinda una comodidad inigualable. Guardado por perdonavidas, evita el fastidio de presentarse como uno más entre sus pares y el apuro de responder a sus interpelaciones. Tal vez piensa que ninguno de ellos contribuirá a hacerlo un gobernante de provecho para su pueblo. Ciertamente, ninguno de ellos tiene paciencia para escuchar su grandilocuente monólogo autoritario. La reclusión, el aislamiento y el empobrecimiento son las notas fundamentales de la “soberanía” de Bukele.
El ejercicio de esa “soberanía” lo priva de aportar en las encrucijadas donde se decide el futuro de la humanidad y de la oportunidad de colocar al país en el concierto de las naciones y acceder a la cooperación internacional. Simultáneamente, se priva de la legitimidad asociada a la presencia y la participación en esos espacios. La única que le queda es la popularidad, con la que justifica la injusticia y la opresión. El precio pagado por un orgullo presidencial que solo se reconoce a sí mismo es alto. Pareciera que el modelo a seguir es el de Corea del Norte, pero sin misiles nucleares.
En unos tiempos tan globalizados como los que corren, ensayar el aislamiento de la comunidad internacional es delirante. Si solo se tratara de un capricho familiar, podría entenderse. Pero las consecuencias devastadoras que el ejercicio de esa “soberanía” tiene para la sociedad, sobre todo, para sus mayorías, hacen de ella un desatino mayúsculo. Invitarlas a “disfrutar” del desfile de las fuerzas militares que las oprimen como su “verdadera independencia” es sarcástico, ofensivo y humillante.
Esa independencia tiene mucho de la dependencia de siempre. El imperialismo del pasado se ha replegado, pero ha adquirido nuevas formas. Una de las más insidiosas es el capitalismo transnacional neoliberal, tan despiadado como aquel. La dictadura oligárquica y militar ha sido sustituida por una nueva elite depredadora y privilegiada, tan corrupta como la de siempre y resguardada por el Ejército, por una policía militarizada y por jueces venales, igual que antes. La dependencia de los mercados internacionales sigue intacta. Las importaciones son ahora mucho más necesarias y voluminosas que en el pasado.
La razón, la honestidad y el sentido común impiden “disfrutar” un desfile, fundamentalmente militar, para celebrar la llamada “verdadera independencia”. La honestidad con la realidad llama a reconocer esas dependencias y a esforzarse para encontrar la manera de sacarles provecho, en beneficio del pueblo salvadoreño, en lugar de encubrirlas con el mismo discurso nacionalista de siempre.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.