Insociables, a secas

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En El Salvador ha sido frecuente llamar antisociales a los delincuentes comunes. A quienes cometían delitos de cuello blanco se les perdonaba ese calificativo, como si una especie de jerarquía de clase social eximiera de cualquier palabra ofensiva a quienes en algún momento habían pertenecido a una supuesta élite de gente que se considera educada y buena. Tanto unos como otros pertenecen a la misma especie de insociables. Y para aclarar esa palabra, bueno es que acudamos al pensamiento clásico de un filósofo del siglo XVIII que continúa influyendo notablemente en el pensamiento contemporáneo: Immanuel Kant.

Comentaba el filósofo que en las sociedades humanas ocurre lo mismo que en los viveros en los que se cuidan y cultivan árboles con el fin de trasplantarlos. Al mantenerse muy juntos unos al lado de los otros, tienden a desarrollarse rápidamente, porque ninguno quiere quedarse sin la luz que les ayuda a crecer. Y a partir de ahí, trasladaba ese ejemplo a la convivencia humana hablando de la “insociable sociabilidad” de la misma. En otras palabras, el vivir juntos nos ayuda a crecer, pero, al mismo tiempo, no queremos que nadie nos haga sombra. Y al pelear para gozar de la mayor luz posible, con frecuencia impedimos el crecimiento de los demás. De esa “insociable sociabilidad” pueden brotar ambiciones abusivas, guerras, excesos de poder o la simple trampa brutal para que el otro me sirva de escalón, o incluso de abono, para lograr un poco más de crecimiento.

El camino de salida de esa contradicción entre el crecimiento personal y el de otros miembros de la colectividad humana pasa siempre por la colaboración y el servicio. Desde el pensamiento religioso resulta evidente que con frecuencia el amor al prójimo nos conduce a convertirnos en servidores de los demás, limitando algunos aspectos del desarrollo individual. Es otra manera de pensar el desarrollo personal, basándolo más en valores solidarios que en exigencias individuales. Pero también desde el pensamiento humanista el placer de la convivencia y la colaboración generosa lleva en ocasiones a sacrificar oportunidades de crecimiento en beneficio de la alegría de sentirse bien cooperando con otros. En las asociaciones de jóvenes dedicadas a la solidaridad, tanto religiosas como laicas, no faltan los que atrasan sus titulaciones universitarias u otras metas de desarrollo personal por llevar a cabo actividades de voluntariado.

En sociedades como las centroamericanas, la insociabilidad ha trascendido a las estructuras sociales de convivencia. En países asolados por graves desigualdades socioeconómicas y culturales, las estructuras básicas de convivencia democrática suelen convertirse en instrumentos de crecimiento y desarrollo para minorías frente a los deseos de crecer de las mayorías. Los sistemas judiciales se pliegan a los deseos de los más fuertes, la educación o la medicina cuidan y ayudan a crecer más a quienes tienen más, y el Estado, que debía estar constitucionalmente al servicio de la persona humana en general, se vuelve un mecanismo rápido de ascenso social para quienes detentan puestos de poder en el mismo. Insociables, a secas, las estructuras de nuestras sociedades deben regenerarse desde la generosidad y el servicio. Y debemos ser los ciudadanos los que, conscientes de nuestra insociable sociabilidad, luchemos por transformar nuestra sociedad autoritaria en una democracia social y solidaria.

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Adalberto239845884
25/09/2024
01:00 am
En la frustración toca ponerse moralista. Sabemos de qué padece nuestra sociedad pero somos impotentes para evitarlo, para adecentarla o al menos lavarle la cara de vez en cuando. Queda la resignación y el lamento pues no renunciamos a la aspiración de algo mejor. Dar lecciones éticas a una panda de energúmenos es harto desafiante…más si se han hecho con el poder. Confrontar la arrogancia, la necedad, el delirio y todos los “atributos” de esta gente es hasta peligroso. Por otra parte, tratar el mal de los de la llanura, lo que se antoja como el certero gestor del cambio, es como rebañar gatos. El tonto no entiende su tontez y está cómodo con ella. Ya se ha filosofado sobre la estupidez, lo complicado es encontrar la solución. Por ahora el salvadoreño que se percata prefiere huír…quizá lo más sabio.
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