Bukele abrió un espacio de casi dos horas para hablar informalmente, “lo más natural posible”, de lo que “no hablan los medios”. Exceptuando algunas puntadas dispersas, el mensaje carece de ideas nuevas. Repite el consabido ataque contra la institucionalidad internacional dedicada a velar por la vigencia de los derechos humanos y contra los lobistas financiados por multimillonarios con identidad difusa, pero cuya perversidad es evidente para el presidente. A la primera le reprocha pretender mantener al país en el subdesarrollo y a los otros, difundir relatos denigrantes sobre él y su obra. Es asombroso cómo las críticas y los disidentes hacen mella en una figura tan poderosa y popular.
Exhibirse como víctima de oscuras fuerzas malvadas tiene sus ventajas. Disimula una gestión con poco que mostrar, aparte de una seguridad pública con mucho de terrorismo estatal; responsabiliza de la propia ineptitud y negligencia a conspiradores desconocidos; desvía el malestar o el reclamo público hacia ellos y deja intacto al orden establecido. En el fondo del discurso subyace un ego desbordado, muy pagado de sí mismo.
Atribuir sin más la postración del país a los derechos humanos es temerario. En efecto, el atraso está directamente relacionada con ellos, pero de una forma muy diferente a como sostiene Bukele. El responsable no está fuera, como pretende, sino dentro. Los responsables directos del subdesarrollo no es la comunidad internacional ni los lobistas, sino las poderosas fuerzas nacionales que han negado una vida digna a las mayorías salvadoreñas durante décadas sin cuento.
La recuperación del país pasa por disminuir la desigualdad, reducir la pobreza y abrir oportunidades. Avanzar en esa dirección exige una distribución más equitativa de la riqueza nacional, un desafío fuera del alcance de Bukele. Enfrentarlo requiere visión, voluntad y valor. Asumirlo encontraría aceptación popular inmediata así como el rechazo rotundo del capital nacional. El radicalismo y la innovación de Bukele no dan para tanto.
La solución no se encuentra, por tanto, en el ejercicio ilimitado del poder, tal como defiende y aconseja a colegas como el presidente argentino, otro libertario aventurero. Hernández Martínez tuvo ese poder con el respaldo del Ejército y la oligarquía liberal agroexportadora y no elevó el nivel de vida de las mayorías desposeídas. Luego fue el turno de los militares y los oligarcas, los cuales condujeron al país a la guerra civil. Aunque Bukele reniega de ella constantemente, eso no le ha impedido pactar con el Ejército, uno de los protagonistas de la debacle.
A pesar de estos antecedentes, Bukele está decidido a intentarlo otra vez. No en balde se ha colgado el título de “rey filósofo”. Pretende crear un país totalmente nuevo, una especie de nueva creación, reñida con el pasado. Una novedad, según él, irreversible. El primer irreversible es él. Bukele llegó para quedarse. Si bien negó contundentemente una segunda reelección continua por no estar contemplado en la Constitución, su negativa es inverosímil. Lo que ahora es convicción, seguramente dejará de serlo dentro de cuatro años.
Los argumentos constitucionales no representan dificultad alguna para su vicepresidente. Hace unos pocos años, cuando la presidencia aún estaba lejana, Bukele rechazó la reelección con la misma convicción y el mismo argumento. Si los diez años de los que ahora dispone no son suficientes para que los cambios que dice estar llevando a cabo sean irreversibles, buscará la segunda reelección y cuantas sean necesarias, si se ofrece.
El gran obstáculo de ese plan es que ninguna realidad histórica es irreversible. La Constitución de 1983 contiene disposiciones irreversibles, “pétreas”, en la jerga política, que han sido revertidas. Probablemente, a Hernández Martínez no se le pasó por la cabeza que era reversible. Tampoco a Arena y al FMLN. Ni siquiera la permanencia indefinida en el poder garantiza la irreversibilidad deseada por Bukele. La continuidad tendría que prolongarse en una dinastía, al estilo de la de Corea del Norte, cuyo representante actual mantiene viva la memoria de su abuelo, el fundador de la estirpe.
En contra de sus deseos más profundos, Bukele pasará como han pasado todos los dictadores, incluso los más resistentes. Pasará porque no es más que un ser humano como cualquier otro. El aura con la que se ha rodeado no es divina. El Salmo 103 avisa claramente que los días del hombre con ambiciones totalitarias son como la hierba, “como la flor del campo así florece: pasa por él un soplo, y ya no existe, ni el lugar donde estuvo vuelve a conocerle”.
Estos hombres poderosos y adinerados, presumidos y vanidosos, no construyen sobre piedra, sino sobre las arenas movedizas de la virtualidad, más efímera que la hierba y la flor del campo, que hoy están y mañana, marchitas, son barridas por el viento.