Institucionalización de la violencia

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Rodolfo Cardenal
21/04/2022

En estos días de excepción y de capturas masivas e indiscriminadas, se escuchan voces, lideradas por Bukele, que claman venganza contra los pandilleros. Aunque es natural y  — hasta cierto punto— comprensible, la venganza obedece a un instinto primitivo, pero no revive a los asesinados, ni aparece a los desaparecidos, ni transforma el sufrimiento en regocijo. Tampoco iguala la desigualdad social, ni da acceso a los servicios públicos, ni trae paz donde hay violencia. La venganza solo destruye. Pese a ello, existe el convencimiento de que el sufrimiento y la muerte infligidas al otro resarcirán la pérdida y sanarán el dolor. Por eso, la venganza es una fuerza auténtica y poderosa, pero no cura las heridas. Probablemente, las empeora.

La venganza introduce en un círculo tóxico del cual es difícil escapar. La venganza se agota en sí misma y no supera el desconsuelo. Al contrario, vuelve la pérdida más dolorosa y amarga. La venganza atrapa en el objeto de su desquite, en el daño que inflige y en la amargura. La reacción vengativa del régimen de Bukele no erradicará la violencia social, mucho menos cuando es cuestión de llenar cuotas de capturados, no de delincuentes. El régimen contiene la violencia momentáneamente con la represión hasta que explote de forma más destructiva por otro lado. Ensoberbecido por su poder y engañado por la respuesta facilitona, ratifica la violencia como forma de convivencia. No habla de justicia social, sino de castigo implacable y de desquite. La represión ahonda la división social, el resentimiento y el odio, los cuales, en su momento, reclamarán venganza. Y así sucesivamente. La venganza retiene en el pasado y cierra el futuro.

Muchas de las voces que claman venganza y disfrutan la humillación, tortura y muerte de los pandilleros se dicen cristianas. Asisten al templo o al culto, tal vez leen con frecuencia la Escritura y entonan himnos de alabanza. A esas voces hay que recordarles que después de que Caín asesinara a su hermano Abel, Dios no lo destruyó. Al contrario, lo marcó para que nadie le hiciera daño. Dios no desea venganza, sino conversión y misericordia. En el Calvario, recuerda el papa Francisco en su magisterio del Domingo de Ramos, el poder político y religioso invita cínicamente a Jesús a pensar en sí mismo, en sus intereses y en su éxito. Pero él no lo reprende ni lo amenaza con castigos divinos. Tampoco grita su rabia y su sufrimiento. Reza por los malvados y concede misericordia a uno de los malhechores crucificados que tiene al lado.

Desde la dura experiencia de Jesús de amar a los enemigos que lo crucifican, el papa invita a pensar en quién nos ha herido, ofendido, encolerizado o desilusionado. “¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! […] lamentándonos las heridas que nos han causado los otros, la vida, la historia”. Jesús nos enseña a romper ese círculo vicioso del mal con el amor y “la caricia del perdón”. Es imposible ser cristiano con “instinto rencoroso”. “Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos con quienes nos han herido”.

El crucificado no solo implora el perdón para sus asesinos, también aduce el motivo: no saben lo que hacen. Jesús justifica a los violentos, porque no saben. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que es Padre, ni de los demás, que somos hermanos. El ignorante comete crueldades absurdas. Dios ve en cada uno a un hijo y a una hija. No separa en buenos y malos, en amigos y enemigos, tal como hace el mundo. Todos somos hijos amados, a quienes desea abrazar y perdonar. En el Calvario, todos escucharon a Jesús pedir perdón, pero solo uno se acogió a él. Uno de los malhechores descubrió que en ese perdón había lugar para él. En el infierno del mundo, vio cómo se abría la salvación: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Dios hace lo mismo con todos. No se cansa de perdonar. En el Calvario, Jesús se erige en nuestro abogado, no en nuestro fiscal. Las enemistades, los odios y la violencia lo hacen sufrir, pero tiene un solo deseo: perdonarnos. El perdón brota de los horrores de la cruz. Nunca, enfatiza el papa, hemos escuchado palabras más bondadosas. Nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva ni un abrazo más amoroso. El papa nos invita a dar gracias por ese perdón, “aun cuando a mí me cuesta amarme y perdonarme”.

Jesús, al mirar la sociedad salvadoreña herida y violenta, no se cansa de repetir: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Pero para renunciar a la venganza hacen falta mucha valentía, mucha seguridad en uno mismo y una mente clara. Contrario a las apariencias, la firmeza y la determinación no hay que ponerlas en la institucionalización de la violencia, sino en erradicar sus raíces.

 

* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.

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