Sin lugar a dudas, lo central en el drama que vive Honduras son, por supuesto, los resultados electorales. Insólitamente, a más de una semana de realizados los comicios, todavía no se reconoce, oficialmente, al ganador de la elección presidencial. La parsimonia y la lentitud del escrutinio final no pueden tener otra causa más que un manejo fraudulento de los resultados. Si en las elecciones legislativas y municipales de 2015 en El Salvador hubo descontento por horas de retraso en dar los resultados, ¿qué hubiera pasado con un retraso de más de una semana? No es normal que el escrutinio demore tanto, como tampoco que el sistema digital se cayera por horas cuando el candidato opositor aventajaba al oficialista por más de cinco puntos y que al reiniciarse el sistema la situación se invirtiera. Tampoco es razonable que más de 5 mil actas de mesas electorales se hayan contabilizado mientras el sistema estaba caído. Lo que sí resulta normal después de todo esto es que para la mayoría del pueblo hondureño el fraude ya no sea una sospecha, sino una certeza.
Sin perder de vista que, independientemente de las predilecciones personales, lo que está en juego es la voluntad popular expresada en el voto, para entender bien lo que pasa en Honduras es conveniente conocer bien al candidato que aspira a la reelección. Juan Orlando Hernández se ha labrado la imagen de hombre frío, calculador, metódico, capaz de controlar todo lo que está a su alrededor. Su carrera política fue meteórica. Diputado por el Partido Nacional desde los 30 años; secretario del Congreso Nacional del que después fue su Presidente. Heredero y continuista del golpe de Estado del 28 de junio de 2009; en 2014 ganó las elecciones presidenciales. Domina al Congreso Nacional, a su partido y a la dirigencia de la oposición, tanto del histórico contrincante político de su instituto, el Partido Liberal, como del incipiente Partido Anticorrupción (PAC), arrebatándoselo a su fundador, Salvador Nasralla.
Hernández controla también al Tribunal Supremo Electoral y a la Sala de lo Constitucional (destituyó a cuatro magistrados que no le eran incondicionales). También bajo su influencia se puede contar a la Fiscalía y la Procuraduría General de la República. Fue este poder el que le permitió manejar a su antojo al Estado e incluso a gran parte de la sociedad. El dominio casi absoluto que garantizaba —ahora sabemos que ilusoriamente— la gobernabilidad del país también le valió el respaldo de los empresarios y de la embajada estadounidense. Pero este dominio también es lo que ha producido, nos atrevemos a afirmar, que la mayoría del pueblo hondureño le rechace ahora y lo baje del trono en el que se había encumbrado.
Juan Orlando Hernández ha sido vinculado al crimen organizado, y solo el poder que ejerce sobre la institucionalidad pública explica por qué no ha sido tocado por la justicia y cómo hizo realidad su pretensión de reelegirse yendo en contra de la Constitución hondureña. En junio de 2015, se conoció uno de los desfalcos más grandes de la historia hondureña, perpetrado entre 2010 y 2014 mientras gobernaba Porfirio Lobo. Del Instituto Hondureño del Seguro Social se robaron más de 7 mil millones de lempiras (unos 335 millones de dólares). Ante el peso de las investigaciones, Juan Orlando Hernández tuvo que reconocer, en conferencia de prensa, que recibió fondos de ese latrocinio para financiar su campaña presidencial de 2013, cuando era presidente del Congreso Nacional.
En ese año, Hernández desplegó una millonaria campaña con la que le ganó la presidencia a Xiomara Castro (esposa del derrocado Mel Zelaya), quien denunció fraude en el proceso. Las investigaciones también determinaron que desde el Partido Nacional se crearon 13 empresas para drenar los fondos del Seguro Social. Como ha sucedido en El Salvador con el caso de fondos donados por Taiwán para ayudar a los afectados por los terremotos de 2001, la Fiscalía hondureña nunca actúo contra estos delitos cometidos por grupos del crimen organizado enquistados en los partidos políticos. Hernández nunca estuvo cerca de ser procesado por ello.
En octubre de 2016, el capitán Santos Rodríguez Orellana, investigado por Estados Unidos por vínculos con el narcotráfico, denunció públicamente que fue separado de las Fuerzas Armadas de Honduras porque decomisó un helicóptero con 700 kilos de cocaína. La aeronave era propiedad de Antonio Hernández y Manuel Reyes, el primero diputado por el Partido Nacional y hermano de Hernández, y el segundo Ministro de la Secretaría de Defensa y primo del Presidente. En marzo de 2017, Devis Leonel Rivera Maradiaga, miembro de Los Cachiros, el cartel que ha dominado el tráfico de drogas en el atlántico norte de Honduras, declaró en un tribunal de Nueva York que altos funcionarios del Gobierno hondureño estaban implicados en sus negocios; entre ellos, el expresidente Porfirio Lobo Sosa, el exministro de Seguridad, algunos diputados y el alcalde del municipio de Tocoa.
Las declaraciones las dio Rivera Maradiaga frente a Fabio Lobo, hijo del expresidente Porfirio Lobo, quien se encuentra en prisión en Estados Unidos acusado de facilitar el tráfico de drogas por el territorio hondureño. Rivera Maradiaga declaró, como testigo en el juicio contra Lobo, que había pagado 250 mil dólares a Antonio Hernández para mediar ante Juan Orlando para que le pagaran deudas del Gobierno con el narcotraficante. Las investigaciones del tribunal de Manhattan reunieron pruebas de que el expresidente Lobo aceptó sobornos para proteger a los traficantes y también que ese dinero pudo haberse empleado para financiar la campaña de Juan Orlando Hernández. Hasta el momento, no se han presentado cargos en contra de ninguno de estos políticos y ambos negaron rotundamente estas acusaciones. Según uno de los fiscales que participó en el proceso, las pruebas muestran una red de tráfico de drogas patrocinada por el Estado. A todo lo anterior hay que sumar que Estados Unidos ha señalado al actual ministro de Seguridad, Julián Pacheco, y a Óscar Nájera, diputado del Partido Nacional, por participar en actividades de narcotráfico y en condición de extraditables.
Estos escándalos de corrupción, la altanería del que se cree intocable, la desbordante ambición de poder fueron el apoyo al presidente Hernández. Pero no todos entendieron esto, porque el Gobierno de Estados Unidos permitió en Honduras lo que no toleró en Guatemala. La oposición hondureña no solo se enfrenta a un fraude electoral, sino a toda una maquinaria, legal y subterránea, que dirige el Presidente hondureño. A la base del poder y la riqueza acumulada está la utilización del Estado: Juan Orlando Hernández no quiere soltar el poder y “hará lo que tenga que hacer” —como reza uno de sus slogans— para seguir en la presidencia. Si ya violó todo el marco legal para cobijar una reelección ilegítima e ilegal, irrespetar los resultados electorales es solo un paso más.
Pero las décadas de saqueo del Estado por parte de pequeños grupos que han amasado fortunas fue incubando un rechazo que solo necesitaba de gotas para rebalsar. Esas gotas llegaron con lo que la población ha entendido como un fraude para continuar en el poder. Por eso no es de extrañar que la gente saliera a las calles a defender lo que consideran una victoria que se les quiere arrebatar, que desafíen el toque de queda y que un escuadrón especial de la Policía se negara a seguir reprimiendo a la población, batallón al cual se han sumado varias sedes policiales en distintas partes del territorio hondureño.
Lo que vive Honduras, lo que sufre el hermano país, los muertos y heridos que ha dejado esta situación, el saqueo de negocios, la destrucción de infraestructura, se hubiera evitado si la voluntad de los electores hubiera sido respetada. Ahora, independientemente de si el Presidente sigue imponiendo su voluntad o si se reconoce una victoria de la oposición, Honduras se apresta a ser dirigida por el Gobierno más débil de su tierna democracia.