En El Salvador, para algunos sectores y actores políticos resulta impropio pensar en ciertos deberes que las sociedades y los Estados contemporáneos tienen frente a sus ciudadanos, especialmente frente aquellos más débiles y oprimidos. Otros sectores viven de enarbolar los derechos de la niñez y adolescencia en general, y en particular el de su protección integral, pero cuando se trata de aquellos que han entrado en conflicto con la ley guardan silencio respecto de los abusos que sufre ese sector.
Los artículos 34 y 35 de la Constitución establecen el derecho humano de las niñas, niños y adolescentes a vivir en condiciones que les permitan su desarrollo integral, así como a una protección especial de su salud física, mental y moral, independientemente de si viven en poblaciones en riesgo, se encuentran internos en un centro de reclusión o disfrutan de una vida decorosa. La impronta de estos preceptos no solo emerge de la fuerza normativa con la que cuenta un postulado constitucional, sino que fluye de la más elemental premisa de justicia social: proteger a quienes más lo necesitan por sus especiales condiciones biológicas, psicológicas o sociales.
En cualquier parte y en cualquier circunstancia, la niñez y adolescencia constituye el sector poblacional más vulnerable por variadas razones. Se pueden citar al menos tres. En primer lugar, se encuentra en un proceso de desarrollo, por lo que todas sus potencialidades aún no han alcanzado el mayor grado de madurez. En segundo lugar, en nuestro país, las niñas, niños y adolescentes están inmersos en un ambiente familiar precario, violento, vulnerador tanto desde la óptica material como espiritual, producto de un espiral de injusticias basada en el uso insolidario y nada fraterno de la propiedad privada. Esto constituye una verdadera paradoja, pues se les vulnera en el mismo seno familiar, que debería ser el primer espacio de protección.
En tercer lugar, las acciones gubernamentales dirigidas a este sector se han caracterizado a lo largo de nuestra historia por su opacidad y poco inversión, bajo una premisa elemental, que aunque silente está presente: las niñas, niños y adolescentes no votan y, por tanto, atender sus problemas de manera directa no es coherente con la visión de corto plazo que el uso y abuso del poder público, y los intereses de económicos demandan a los actores políticos. Ejemplo de esto es el emblemático caso de los jóvenes sometidos al proceso penal juvenil.
Hay un consenso universal, expresado en la Convención sobre los Derechos del Niño, las Reglas de Beijing, las Directrices de Riad y las Reglas de Tokio (consenso asumido por el Estado de El Salvador a través de la ratificación de dichas normativas), en cuanto a que el proceso penal contra la niñez y la juventud en conflicto con la ley debe tener un carácter educativo. Un proceso en el que, además del reproche normativo y social característico de cualquier procedimiento sancionatorio penal, se les dote de herramientas que impulsen su desarrollo integral, su formación y les prepare para insertarse con bien y productividad en la sociedad. A este respecto, es importante meditar sobre las condiciones en que actualmente se desarrolla el sistema de internamiento juvenil en El Salvador.
¿Qué esfuerzo especial o acciones —más allá de lo simbólico— han hecho las instituciones públicas vinculadas con el sistema penal juvenil para cumplir con los compromisos asumidos en los acuerdos internacionales? ¿Cuál ha sido el rol del empresariado salvadoreño para generar oportunidades productivas o de aprendizaje para estos jóvenes? ¿Qué alternativas educativas o productivas brinda la sociedad salvadoreña en general a la niñez y adolescencia en riesgo para disuadirla de incorporarse a grupos delincuenciales? ¿Han articulado las instituciones del sector de justicia una política integral para el tratamiento penal de esta población, conforme con los parámetros internacionales de derechos humanos? Cada una de estas interrogantes responde a deberes omitidos o incumplidos por el Estado y la sociedad salvadoreña, lo que refleja el grado de desarrollo humano de nuestro país.
En distintas homilías y mensajes, el papa Francisco ha insistido en el necesario respeto a la dignidad humana de quienes se encuentran recluidos o sometidos a procesos penales, para que los lugares de confinamiento se conviertan en “centros de reeducación”. Un llamado que cobra especial connotación en el caso de los jóvenes en conflicto con la ley, que por su estado de desarrollo físico y emocional se encuentra aún en etapa de formación. Muchos organismos no gubernamentales, especialmente aquellos inspirados en la fe cristiana, trabajan en la generación de programas educativos, de empleabilidad o productivos para estos jóvenes. Pero estos esfuerzos, si no logran integrarse de manera coordinada en una red de apoyos estratégicamente diseñada, se convertirán en el mediano o largo plazo en acciones esporádicas, aisladas o fragmentadas de escaso efecto, pese al inmenso bien que ahora hacen en las vidas de quienes reciben sus apoyos.
Cada actor en el escenario que le compete debe asumir su rol, comprometiéndose con la vigencia y respeto de los derechos humanos de la niñez y adolescencia, particularmente de aquella sometida a procesos judiciales, que posee igual dignidad que el resto de la población. Negar o flexibilizar el cumplimiento de estos derechos es desear que nuestro país tenga un futuro verdaderamente incierto; es controvertir el anhelo de que en El Salvador se eduque en valores de paz, solidaridad, armonía, tolerancia, laboriosidad y honestidad. Respetar los derechos humanos es respetar las bases de la democracia. Respetar los derechos humanos es respetar la paz.