La amenaza del hambre

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En las últimas semanas han aparecido con frecuencia noticias que nos hablan de la posibilidad de que el hambre aumente en el mundo y en El Salvador. El recrudecimiento de la guerra en Ucrania, el calentamiento global, el fenómeno de El Niño en nuestras costas son amenazas permanentes y crean tendencia a la escasez de granos básicos. Ya en 2021 la FAO invitaba a El Salvador a realizar intervenciones adecuadamente planificadas y programadas para iniciar un proceso que contribuyera a erradicar totalmente el hambre y la malnutrición. Una investigación reciente del Programa Mundial de Alimentos afirma que uno de cada seis niños salvadoreños sufre desnutrición crónica, que 4 de cada 10 que padecen desnutrición no terminan la escuela primaria y que 8 de cada 10 no concluyen la escuela secundaria. En la actualidad, las gremiales de maestros se han quejado de los atrasos en la entrega de alimentación en las escuelas. El frijol, uno de nuestros alimentos básicos, mantiene desde hace tiempo un precio alto. El trigo seguirá encareciéndose y las cosechas de maíz se perderán parcialmente este año a causa de El Niño.

El hambre es injusta. Y el hambre de los niños es realmente un crimen, sobre todo cuando en realidad no se puede hablar de hambre a causa de la ausencia de alimentos. A pesar de los precios y la carestía, el mundo produce suficientes alimentos como para que nadie pase hambre. La FAO nos dice que entre un cuarto y un tercio de los alimentos producidos anualmente para consumo humano se pierde o desperdicia. Y esa misma agencia de la ONU afirma que en América Latina y el Caribe cada año la región pierde y/o desperdicia alrededor del 15% de         sus alimentos disponibles. Todo ello a pesar de que 47 millones de sus habitantes padecen hambre en la actualidad. Con estos datos es imposible pensar que en El Salvador no se desperdician o tiran alimentos. Si algo se puede y debe hacer ya en la lucha contra la pobreza es conseguir que nadie pase hambre en nuestro país. Las Iglesias y la sociedad civil contribuyen de un modo importante a paliar el problema del hambre, aunque el esfuerzo sea insuficiente. Sin una decisión clara de lucha contra el hambre y la pobreza a nivel gubernamental, seguiremos teniendo serias rémoras en nuestro desarrollo, tanto humano como económico. El alimento en las escuelas es una medida básica en este esfuerzo, lo mismo que la pensión no contributiva que se le da aproximadamente a un 5% de las personas mayores de 70 años. Manejar mal estos programas, bajando los niveles de alimentación escolar o dando la pensión con atrasos o incluso interrumpiéndola temporalmente, agrava la situación. Pero además de estos programas, debe pensarse en nuevas formas de transferencia de recursos y de impulso al trabajo productivo para vencer definitivamente el hambre.

Conformarnos con el hambre y con la pobreza ajena o considerar ambos problemas como una realidad secundaria nos transforma en personas de baja calidad humana. Y desde el punto de vista religioso, la inacción frente al hambre nos convierte en traidores no solamente al espíritu cristiano, sino al espíritu solidario de todas las religiones. Hacer pasar hambre intencionalmente a otras personas, aunque hayan cometido delitos, es igualarse a ellos cometiendo una forma de tortura. Despreocuparse del hambre ajena es convertirse en cómplices de una de las injusticias más graves, especialmente en un mundo que produce los alimentos suficientes para nutrir adecuadamente a toda la humanidad. La fe cristiana pone el alimentar al hambriento como un camino claro hacia la plenitud del Reino de Dios. En nuestra patria, no alcanzaremos nunca la decencia política, ni la empresarial, ni la social hasta que no venzamos el hambre y la pobreza.

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