Criticar es siempre más fácil que proponer. Y en El Salvador se ha ejercido tradicionalmente la crítica con más fuerza que la propuesta. Por eso ahora cuesta oponerse a las propuestas presidenciales, por absurdas que sean. Porque, además, las decisiones presidenciales se dirigen hábilmente contra muchas de las cosas que tanto el liderazgo intelectual y político como la población habían criticado en años anteriores. El problema es que las imposiciones presidenciales, aunque se dirigen a instancias ampliamente criticadas, no cambian las instituciones. Al contrario, si antes eran malas, las vuelven peores. Si había magistrados corruptos en el sistema judicial, ahora se coloca caprichosamente a personas no menos corruptas que las anteriores y, para colmo, más serviles y menos preocupadas por la apariencia democrática.
Si había jueces lentos, corruptos o miedosos de otros poderes, ahora se quiere introducir en el sistema a jóvenes abogados tan inexpertos como obedientes al partido en el poder. Y para asustarlos se hace una especie de masacre laboral de jueces en la que no importa ni la capacidad, ni la calidad, ni el trabajo, ni la experiencia adquirida. Basta que tengan 60 años para correrlos a la fuerza. Ya habíamos visto con preocupación el gusto que tiene la Presidencia de la República por los castigos generales y arbitrarios, como los emprendidos en varias ocasiones contra los privados de libertad. Pero la arbitrariedad de someter a los jueces a una “limpia pareja”, como decían los militares antes de masacrar, raya en lo absurdo y somete a un sistema judicial, ya de por sí débil, a un estado de postración y debilidad que sin duda pagaremos caro.
Criticamos hace años, y con razón, a los banqueros y a sus bancos nacidos de otra medida plagada de corrupción, como lo fue la privatización del sistema bancario público. Ahora el bitcóin se utiliza para librarnos, supuestamente, de lo que nos quitan los bancos en las transferencias monetarias. Si el sistema bancario salvadoreño nunca fue ejemplo de empresas preocupadas por el desarrollo social del país, ahora se quiere iniciar un proceso de sustitución de moneda que puede llevarnos fácilmente a distintas situaciones de bancarrota o de inseguridad monetaria. Hemos dicho tantas veces que el pasado era malo que ahora se nos vende fácilmente un futuro peor. Por supuesto, siempre adornado con frases grandilocuentes, hoy todavía más rotundas y sonoras que las promesas de antaño. Una muestra: se dice que todos vamos a enriquecernos a un ritmo maravilloso con el bitcóin sin necesidad de hacer una reforma fiscal progresiva que propicie una mayor inversión en los sectores desprotegidos y semi abandonados del país.
Pero el abuso y la mentira tienen siempre un límite. Entre las personas que votaron por el actual presidente hay muchas que esperaban algo más que propaganda. Aunque no hay duda de que este Gobierno ha hecho algunas cosas buenas que otros fueron incapaces de hacer, el afán de poder y el exceso de propaganda están comenzando a cansar a la gente, incluido un sector que votó por el mandatario. Se vio en la manifestación del 15 de septiembre, se percibe en la migración que continúa desangrando al país, se advierte en el comunicado de la Conferencia Episcopal de El Salvador y se echa de ver en una polarización que, impulsada desde el inicio por los sectores gubernamentales, no ha conseguido asustar a la gente, sino que se ha encontrado con cada vez más personas dispuestas a manifestar sus críticas.
Falta todavía una capacidad de propuesta que aglutine a los descontentos. Una propuesta democrática, con amplio contenido social, con institucionalidad independiente de los caprichos políticos, con austeridad real para poder así invertir más en quienes más lo necesitan, es imprescindible para que la fuerza real manifestada el 15 de septiembre se convierta en capacidad orgánica que obligue al Gobierno a tenerla en cuenta. Solo entonces se podrá hablar de tú a tú con el Gobierno y refrenar la actual política de decisiones rápidas, poco consultadas y creadoras de situaciones que no pueden ser llamadas justas ni democráticas.