La cultura del encuentro

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La cultura del encuentro es un ideal y una necesidad con la que podemos enfrentar un tipo de cultura que es real y predominante: la del desencuentro. En la Quinta Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (Aparecida), se denuncia que en el continente hay una especie de nueva colonización cultural que se caracteriza por la autorreferencia del individuo, que conduce a la indiferencia por el otro, al que no necesita ni del que tampoco se siente responsable. También se verifica y cuestiona una tendencia hacia la afirmación de los derechos individuales, sin un esfuerzo semejante para garantizar los derechos sociales, culturales y solidarios, lo que va en perjuicio de la dignidad de todos, especialmente de los más pobres y vulnerables. De ahí que la característica dominante del mundo actual es la indiferencia y el abandono (desencuentro) por el destino de los excluidos, de las nuevas generaciones y de la misma casa común, que es objeto de depredación y contaminación.

En este contexto, resulta de sumo interés una de las propuestas en las que más viene insistiendo el papa Francisco como una exigencia del presente y del futuro: desarrollar una cultura del encuentro que, a su juicio, es la aceptación del otro, saber escuchar y saber compartir. Es decir, "una cultura de la solidaridad y fraternidad que nos lleve a una civilización verdaderamente humana". Para la consecución de tal propósito, ha sugerido que los líderes de las naciones asuman, al menos, tres compromisos. Primero, rehabilitar la política como una de las formas más altas de servicio y humanizar la economía poniéndola en función de la satisfacción de las necesidades fundamentales, la dignidad y la solidaridad. Segundo, actuar con responsabilidad en el sentido literal del término: responder ante los derechos y necesidades legítimas de los demás y, desde la perspectiva creyente, ante el juicio de Dios que busca la justicia para el pobre. Tercero, estar abiertos al diálogo entre las diversas riquezas culturales: la popular, la universitaria, la juvenil, la artística, la tecnológica, la económica, la familiar y la de los medios de comunicación social.

Hace unos años, Gustavo Gutiérrez, teólogo de la liberación, hablando de renovar la opción por los pobres, planteaba la necesidad y el ideal de saber mirar, saber escuchar y saber compartir. Y lo explicaba desde tres actitudes básicas de Jesús de Nazaret narradas en los Evangelios. Recordemos esas actitudes y leámoslas en clave de cultura del encuentro. En primer lugar, el saber mirar se explica desde el pasaje evangélico de la ofrenda de la viuda. "Jesús, sentado frente a las alcancías del templo, observaba cómo la gente depositaba limosna. Muchos ricos daban en abundancia. Llegó una viuda pobre y echó una monedita de poco valor. Jesús llamó a los discípulos y les dijo: ‘Les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos los otros. Porque todos han dado de lo que les sobraba; pero ella, en su indigencia, ha dado cuanto tenía para vivir’".

Según Gutiérrez, Jesús nos enseña a saber ver y para ello hay que elegir debidamente un punto de mira. Hay perspectivas que nos impiden encontrarnos con los pobres y otras que posibilitan ese encuentro. Por ejemplo, en una sociedad dividida (la riqueza enfrentada a la pobreza), lo que vemos depende en buena medida de dónde nos coloquemos. Hay que tener inteligencia para saber ver y reconocer la importancia de aquello que parece pequeño, insignificante. En otro contexto, pero con el mismo espíritu, Ignacio Ellacuría planteó que el lugar teórico y ético adecuado para enfocar los grandes problemas sociales, en orden a su interpretación correcta y su solución práctica, es, en general, el de las mayorías populares. Desde ellas se aprecia mejor la verdad o falsedad del sistema en cuestión.

El saber escuchar es otra de las condiciones para el encuentro. La pauta está tomada de un pasaje que relata el episodio del ciego de Jericó. Un mendigo ciego, por consiguiente alguien doblemente pobre, oye decir que se acerca Jesús. El ciego, entonces, se pone a gritar: "Jesús, hijo de David, ten compasión de mí". El ciego recibe inicialmente una respuesta negativa: intentan callarlo. El ciego no hace caso y grita más fuerte: "¡Hijo de David, ten compasión de mí!". Jesús se detiene y dice: "Llámenlo". Y dirigiéndose a él le dice: "¿Qué quieres que haga por ti?". Comenta Gutiérrez que Jesús pregunta porque la opinión del ciego es importante para él. El hombre responde: "Que vea". Jesús le dice: "¡Vete, tu fe te ha curado!". Segunda pauta: si queremos servir al pueblo, en particular a los más pobres, el encuentro exige que sepamos escuchar, no dar por supuesto que ya sabemos lo que necesitan.

El saber compartir es otro momento importante del encuentro. Un pasaje emblemático en este sentido lo constituye el relato de la multiplicación de los panes, que Gutiérrez prefiere llamar "el milagro de compartir el pan". Jesús está enseñando a una multitud; se hace tarde. En un momento dado dice: "Y ahora, ¿qué puedo hacer con esta gente? Son tantos y no tienen qué comer". Entonces conversa con sus discípulos y estos, por realismo, le dicen: "No hay modo de darles de comer, despídelos; que se vayan a comprar algo a la ciudad más cercana, nosotros no podemos hacer nada, necesitaríamos mucho dinero". Jesús responde: "No, denles ustedes de comer". Para Gutiérrez, el mensaje del episodio es ese: compartir lo que se tiene. Más que de multiplicar, se trata de compartir.

Saber escuchar lo que dicen los pobres, saber elegir el punto de mira para comprender su realidad y saber solidarizarse con ellos son condiciones fundamentales para desarrollar una cultura del encuentro, que nos capacite en la compasión y la indignación, para captar el sufrimiento y poder percibir las injusticias de las que son víctimas. Ahora bien, para llegar a esas condiciones se requiere una actitud primordial. Eduardo Galeano, escritor uruguayo, la sugiere en el siguiente relato:

La puerta estaba cerrada:
—¿Quién es?
—Soy yo.
—No te conozco.
Y la puerta siguió cerrada. Al día siguiente:
—¿Quién es?
—Soy yo.
—No sé quién eres.
Y la puerta siguió cerrada. Y al otro día:
—¿Quién es?
—Soy tú.
Y la puerta se abrió.

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