La primera década del siglo XXI, especialmente el último quinquenio, evidencia una franca tendencia de deterioro en los índices de desempeño de la actividad económica de El Salvador. Correlativamente, el país reporta un sostenido descenso en el ranquin mundial de competitividad del Foro Económico Mundial (Informe de Competitividad Global 2012-2013), pasando el año anterior a la posición 101 de un total de 144 países. Estos indicadores, de por sí preocupantes, no son más que un conjunto de síntomas de problemas inherentes al desarrollo histórico de la sociedad salvadoreña. Desde hace varias décadas, la economía salvadoreña se ha tipificado por tres condiciones fundamentales: carácter trunco del aparato productivo, alta dependencia del exterior y simbiosis con la exclusión social de la mayoría de la población. Más inquietante aún es que en perspectiva, estas condiciones restrictivas se han agravado, e incluso amplificado, estrechando todavía más la capacidad de maniobra para las políticas públicas.
Dado el influjo de los factores de orden externo y coyuntural, en primer lugar, como resultado del conflicto en los ochenta y de la política económica desde los noventa, la agricultura y la industria han venido perdiendo importancia como actividades generadoras de empleo, ingreso y divisas. Al tenor de esa progresiva merma, el aparato productivo se ha debilitado, pues ha perdido la capacidad de generar bienes para el consumo interno y la exportación, empeorando la precaria situación de la seguridad y soberanía alimentaria. En la actualidad, la economía se halla terciarizada y atrofiada en su tejido productivo, además de informalizada. Es muy difícil pensar que a mediano plazo, mucho menos a corto plazo, se puedan lograr progresos por medio de políticas sectoriales.
En segundo lugar, en el terreno de las relaciones económicas internacionales, la irrestricta apertura externa al capital foráneo y el infausto experimento de la dolarización han profundizado el grado de dependencia y vulnerabilidad de la economía interna frente a los eventos de la economía internacional. Al mismo tiempo, la privatización de empresas públicas (en las ramas financiera, telefonía, energía eléctrica y previsional) permitió la enajenación del patrimonio en actividades económicas de importancia estratégica para la nación. En la medida en que se ha desnacionalizado la economía, la capacidad de formular y ejecutar políticas públicas en el marco de la planeación estratégica se ha reducido a su mínima expresión.
En tercer lugar, la raíz de la perversa simbiosis de la economía con la exclusión social se halla en el ejercicio de la política: la lucha por el poder político siempre ha sido un juego con los dados cargados a favor del poder económico. En otras palabras, históricamente, el poder político, o sea, el aparato del Estado, ha sido subordinado al poder económico particular. En la medida en que un grupo de interés económico ejerce simultáneamente ambos poderes, la esencia misma del Estado es desvirtuada en detrimento de los sectores menos favorecidos de la sociedad. Así, los Gobiernos de turno se han asegurado de trastocar los recursos públicos en función de intereses particulares, por naturaleza siempre antagónicos al interés social.
En los últimos años, se ha dado cierta ruptura con esta subordinación. Es innegable que el aparato del Estado ya no es patrimonio exclusivo de los grupos que tradicionalmente han detentado el poder económico. Tampoco se puede negar cierto avance en materia de inclusión social. Sin embargo, es desalentador que en el campo de la política, hechos recientes dan cuenta de retrocesos en la cimentación de la institucionalidad mínima necesaria para forjar un mejor destino para la nación. Como es costumbre, recurriendo a las viciadas prácticas de la dispensa de trámite y del madrugonazo, así como aduciendo motivos de seguridad de Estado, la Asamblea Legislativa —esta vez, como en otras anteriores, en contubernio con la Presidencia— pretendía reformar para restar efectividad a la Ley de Acceso a la Información Pública, aprobada en mayo pasado. Afortunadamente, este vergonzoso y censurable episodio concluyó con el veto, aunque más bien como una respuesta a la presión de varias organizaciones de la sociedad civil.
En suma, la sociedad salvadoreña marcha sin rumbo definido, hundiéndose cada vez más en el marasmo y la parálisis económica. En tanto que los signos vitales de la economía se mantienen con inyecciones de remesas, el diagnóstico comienza con la dislocación del aparato productivo, la amputación del brazo de la política monetaria y cambiaria, la desnacionalización de la economía y el agravamiento de la vulnerabilidad externa. El cuadro clínico se completa con una severa infección en el plano social, en forma de violencia y crimen organizado; y en la política, con la masiva proliferación de plagas y parásitos causantes de corrupción y de otros efectos perniciosos, que se multiplican para una severa enfermedad del Estado salvadoreño.