La Asamblea Legislativa actual no se parece a los Congresos de las democracias desarrolladas. Más parece una maquila productora de leyes baratas, rápidas, poco reflexionadas y nada debatidas, aunque siempre favorables a los intereses del poder supremo. El paso a archivo de trabajos realizados por previas Asambleas; la destitución exprés de la Sala de lo Constitucional y del fiscal general; la raquítica ley del bitcoin que, incomprensiblemente, llenó de sonrisas de felicidad los rostros de los diputados; y la reciente, breve y autoritaria ley de reforma judicial son prueba más que evidente de la actividad maquilera de los diputados, sobre todo si vemos que las leyes se confeccionan con dispensa de trámite, sin debate, sin diálogo con la población y con plena obediencia a la decisión del Ejecutivo. No importa la inconstitucionalidad de algunas de sus leyes o de los modos de proceder en su producción. La ebriedad del poder les lleva a nuestros representantes a creerse poco menos que constituyentes de una nueva y gloriosa era salvadoreña. Si el “sueño de la razón produce monstruos”, como decía un famoso pintor, las ensoñaciones de nuestros diputados producen leyes deficientes técnicamente y políticamente dirigidas a refrendar la arbitrariedad del poder. Máxime cuando inclinan emocionados la cabeza ante un presidente que afirma que jubilar a los jueces a los sesenta años es una manera de limpiar de corruptos el sistema judicial.
Desde una cierta racionalidad se podría pensar que no tener edad de jubilación no es lo mejor para un sistema laboral. En la actualidad, jubilar a los 70 años podría ser una decisión aceptable para cualquier cargo en el que el trabajo intelectual predomine sobre el esfuerzo físico. Pero retirar obligatoriamente a los jueces al cumplir 60 años es absurdo teniendo en cuenta que a esa edad las facultades intelectuales no han descendido e incluso la experiencia y libertad de los jueces está en un momento en el que el conocimiento y la capacidad de decisión se han acrecentado con los años. El absurdo aumenta cuando vemos que la ley contradice una sentencia de la Sala de lo Constitucional y se lleva a cabo con dispensa de trámite y sin la adecuada discusión pública, y que en la práctica destituye a 156 jueces, que son en realidad una cuarta parte del total del sistema.
Todos pensamos que jubilar de un solo golpe al 25% de los maestros de todo el sistema educativo o a la misma proporción de médicos del sistema de salud crearía un verdadero caos en las instituciones respectivas. No caer en la cuenta de lo que puede pasar en el sistema judicial si se lleva a la práctica esa ley con la rotundidad con la que se anuncia es de una irresponsabilidad inusitada. Nadie tiene dudas respecto a la legitimidad de la elección de los actuales diputados. Pero hacer las cosas mal y sin abrirse al diálogo; no tener en cuenta principios de legalidad; pensar que el voto, por masivo que sea, ofrece la totalidad del poder e incluso la arbitrariedad en el ejercicio del mismo es no entender la democracia. Y probablemente algo peor: una buena parte de lo diputados en funciones carecen de la instrucción notoria que la Constitución exige para el ejercicio de ese cargo. Como decía un sabio profesor universitario, puede ser que ellos hayan pasado por la universidad, pero la universidad no pasó por ellos.
En este clima tan polarizado, en el que disentir del poder despierta lenguajes de odio en las redes, polarización en el mundo político y marginación o incluso presiones indebidas (como seguimiento y otras formas de amedrentar al pensamiento crítico), la sociedad civil debe mantener una posición clara y permanente de defensa de la democracia y de los derechos humanos. Detenciones arbitrarias, acoso a periodistas, manipulaciones legales para fines extralegales e incluso inconstitucionales deben ser denunciadas sistemáticamente. Nuestro sistema judicial está lejos de ser perfecto. Ni siquiera podemos decir que es bueno. Insistir en un proceso de reforma del sistema es una posición racional. Pero convertir el sistema judicial en una especie de prolongación “obediente y no deliberante” del Ejecutivo, como lo es ya la actual Sala de lo Constitucional impuesta, no tiene nada que ver con la democracia. Más bien la niega y la destruye al deformar y corromper el Estado de derecho.
Los diputados de la Asamblea Legislativa se han convertido hoy en cómplices de esa tarea destructiva, que no tiene más alternativa de reconstrucción social que el discurso y las decisiones arbitrarias del líder político. Eso equivale a una traición del voto que les llevó a ese puesto. Porque quienes votaron a los diputados actuales soñaban con la mejora de un sistema que arrastraba severas deficiencias. Y empiezan a encontrarse ahora con la destrucción de lo que daba algo de estabilidad en medio de las miserias del presente salvadoreño, sin que las medidas alternativas al pasado ofrezcan un futuro estructuralmente mejor. Los votantes deseaban la superación de las plagas permanentes de El Salvador. Soñaban con la reducción o desaparición de la severa desigualdad económica y social, con el fin del funcionamiento deficiente de instituciones clave para la convivencia y el desarrollo, con el mejoramiento de los derechos económicos y sociales, con la reducción drástica del autoritarismo egoísta de los poderosos que niegan la libertad y autonomía a los pobres y vulnerables, dejándoles solamente abierta la puerta de la migración. Quienes dieron su voto se despiertan ahora de sus sueños, descubriendo que sus representantes producen leyes muy semejantes a los monstruos que puede crear el sueño de la razón.
* Instituto de Derechos Humanos de la UCA (Idhuca).