Además de la guerra contra las pandillas, la más conocida y celebrada, y la guerra contra la corrupción que, meses después de anunciada, aún no arranca, Bukele libra otra guerra, sorda y cruel, contra los pobres. Su simple existencia es una molestia, porque obstaculizan su plan de reinventar el país. Este no contempla elevar su nivel de vida, una empresa demasiado compleja y lenta. Por eso, los invisibiliza, expulsándolos de los espacios públicos. Los pobres no tienen cabida en El Salvador del café, del surf y de los volcanes de Bukele.
Las vendedoras ambulantes, los comerciantes informales, las artistas populares y los mendigos son expulsados por la fuerza de los centros de las ciudades y los escenarios turísticos sin ofrecerles una alternativa viable. La amenaza de desaparecer en las cárceles de la dictadura disuade cualquier intento de resistencia. La apuesta política de Bukele no incluye a la pobrería. Ignora que la estructura socioeconómica le ha negado durante décadas un empleo digno y bien remunerado. Arrinconada primero por el capitalismo neoliberal, que la lanzó a la calle, sin facilidades ni condiciones, ahora Bukele la descarta por indeseable. Los habitantes de su país viven seguros, cómodos y felices.
Las intensas y prolongadas lluvias de estos días han puesto de manifiesto cuán limitado y parcial es su concepto de seguridad. La pobrería, que habita viviendas precarias, en las zonas bajas o al borde de barrancos, ríos y quebradas, está expuesta a la devastación causada por repetidos fenómenos naturales. Vive en riesgo permanente, no porque quiera, sino por no tener alternativa. Su vulnerabilidad tampoco es atribuible a la naturaleza, sino a un medioambiente depredado irresponsablemente. En lugar de detener su deterioro y de, en la medida de lo posible, ponerle remedio, Bukele sigue el ejemplo de los de siempre. Cuando llegan las crisis, emite alertas de seguridad, aun cuando sabe bien que no tiene capacidad de mitigar el impacto de la catástrofe natural ni de evitar la tragedia humana que la acompaña. Insensible y egoístamente, aprovecha la desgracia para mostrar a los damnificados una generosidad que no tiene. Si en realidad le importaran, haría todo lo que está a su alcance para prevenir el impacto de los fenómenos naturales.
Abandonada a la miseria, la única posibilidad abierta para la pobrería es huir del país seguro y en vías de prosperidad de Bukele. En 2022, así lo hicieron más de 207,000 salvadoreños y, en 2023, más de 201,000, según los registros de la ONU. Probablemente, la cantidad real es bastante más alta. La gran mayoría presiona la frontera sur de Estados Unidos, muy a pesar de Washington. La inmigración es un tema muy polémico en la campaña electoral de ese país. El partido gobernante, en clara desventaja frente a la oposición, ha cerrado aún más sus fronteras para no ser menos que Trump, un feroz antiinmigrante.
El Washington demócrata es así víctima, una vez más, de su contradictoria política exterior. Apoya la dictadura de Bukele y su violación sistemática de los derechos humanos, lo cual, a su vez, estimula la emigración. En lugar de buscar soluciones estructurales de mediano y largo plazo, que reducirían la presión en su frontera sur, prefiere el orden establecido por Bukele, a quien tiene en alta estima y halaga con donativos diversos, incluso militares.
El prometido milagro económico tiene mucho de huida hacia adelante. Privilegia a los sectores afines al país inventado por la dictadura, mientras abandona a su suerte a la mayoría empobrecida y vulnerable. Otro sería el porvenir si lo que gasta en asesores internacionales que prometen el oro y el moro, en parques de atracciones para turistas y en aumentar el valor comercial de la marca Bukele lo empleara en prevención para reducir al mínimo la vulnerabilidad de las mayorías. Esto no sucederá. El milagro apunta en la dirección contraria. Los pobres son un lastre que ya ha soltado para concentrarse en sectores ricos y poderosos.
La medicina milagrosa será mucho más amarga para aquellos. El milagro económico no ha sido pensado para procurar su bienestar, sino para atraer inversionistas en el sector financiero, turístico, inmobiliario y tecnológico avanzado. En cualquier caso, si lo consigue, el país será aún más dependiente del exterior, lo cual contradice el discurso libertario extremista de su médico.
Uno de sus deseos es la desaparición de la pobrería, por hambre y enfermedad, o por emigración. Así, de paso, engrosa la fuente de remesas, tan cruciales para mantener a flote una economía en ruinas. En la práctica, ya la ha despojado de su ciudadanía. Probablemente, muchos empobrecidos y descartados votaron por la reelección y juraron beber el cáliz de la amargura con una sonrisa en los labios.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.