En su momento, el resultado de las elecciones de 2009 en El Salvador abrió la posibilidad de reorientar el ejercicio del poder político para sentar las bases institucionales en favor del predominio de la democracia sobre el poder económico. En el globo, desde los años treinta del siglo XX, la reversión de la subordinación del poder político al económico se ha traducido, en términos generales, en procesos caracterizados por un amplio espectro de estrategias, planes y medidas de políticas públicas. Con diferentes grados de alcance y profundidad, el legado histórico de tales procesos —cualquiera que sea su orientación en el marco de la planificación centralizada, indicativa o estratégica—, tanto en economías desarrolladas como en desarrollo, ha sido la consecución de una mejora en los indicadores económicos y sociales, basada en una visión del bien común de largo plazo.
En la práctica, algunos países han emprendido acciones para el control democrático de la propiedad de los grandes medios de producción y para la regulación de los mercados. En el caso de América Latina, los Gobiernos de Bolivia, Ecuador y Venezuela, por ejemplo, han implementado reformas estructurales (agrarias, en buena parte), procesos de nacionalización de actividades económicas estratégicas, medidas para la redistribución del ingreso y la sustitución de importaciones, y de manera complementaria la promoción de la organización sindical y la participación popular, entre otras. En El Salvador, la administración Funes ha dado pasos en dirección a trastocar la preponderancia del poder económico tradicional sobre las decisiones políticas, así como en materia de inclusión social.
Ahora bien, en gran medida, la transformación de la estructura económica en un marco democrático descansa en un proceso de creación de sólidas bases institucionales para impulsar una estrategia de desarrollo nacional. Y al respecto, el país está en una situación de parálisis, de lo que es muestra el papel decorativo del Consejo Económico y Social (CES). El Consejo, cuya misión era marcar la pauta en ese proceso, ha sido un fracaso, sobre todo por las diferencias entre sus integrantes y la incapacidad de pasar a la acción. Por supuesto, el fallido pacto fiscal ha sido otro rotundo fracaso, pero su abandono obedece más a la influencia de grupos económicos reticentes que a la irresponsabilidad del Gobierno. En perspectiva, el CES (o una instancia institucional similar) debería aglutinar a los estamentos críticos en la correlación de poder económico y poder político, e iniciar un proceso de diálogo y concertación, como condición previa para la formulación de una estrategia de desarrollo.
Veintidós años después de la suscripción del Acuerdo de Chapultepec, la sociedad salvadoreña está dividida por la polarización política-ideológica. Una condición alentada por la permanente campaña de confrontación entre las dos principales fuerzas políticas. En ese marco, los principales actores de la escena política, en lugar de desempeñar un papel constructivo protagónico, han degenerado en una viciosa partidocracia antagónica a los intereses de la nación. Por tanto, la situación actual de la sociedad salvadoreña —de suyo, sumamente complicada en todos sus órdenes— demanda una especie de acuerdo nacional (¿Chapultepec II?) de cara al presente y al futuro, en orden a forjar un mejor destino para la ciudadanía.
En esta línea, vale citar las palabras del investigador chileno Francisco Rojas Aravena: "Los procesos políticos nacionales deben promover algunos consensos básicos, no eliminar los debates ni superar artificialmente las diferencias, sino consensuar los temas centrales para la democracia y el desarrollo. Diseñar políticas de Estado significa construir más allá de la visión del partido o de la coalición de gobierno y un período determinado. Las políticas de Estado recogen el interés y buscan la participación política del mayor número posible de actores. Son políticas de largo plazo a las que se les asignan recursos humanos y materiales para alcanzar los objetivos planteados durante el tiempo que excede el período de gobierno" ("Transformaciones globales y cambios en las relaciones de poder. Impactos en América Latina y el Caribe", Nueva Sociedad, n.° 246, julio-agosto 2013).
En suma, mientras El Salvador no llegue a un estadio de mínimos acuerdos en las esferas económica y política, difícilmente se puede esperar que cuente al menos con un bosquejo de plan de nación de largo plazo, tal como se ha planteado en Guatemala (K’atun: nuestra Guatemala 2032) y en otros países de América Latina. Si seguimos como hasta ahora, seguiremos entrampados en el vaivén de la discontinuidad, parcialidad, improvisación y miopía de las políticas públicas.