Los valores tradicionales no se promueven desde la soberbia. La promoción y la defensa de esos valores tradicionales queda desautorizada cuando se hace desde la soberbia. Tampoco se deben excluir el robo, la mentira y el asesinato. Afirmar los llamados valores tradicionales sin esto último es engaño, muy útil para revestirse de robustez moral ante los sectores sociales más conservadores y retrógrados. La soberbia, junto con los vicios mencionados, está reñida con la fe que algunos dicen tener puesta en Dios. En el mejor de los casos, no en el Dios de Jesús, sino en el dios del dinero y del poder.
En los tiempos que corren, la soberbia no llama la atención. Es uno de los vicios socialmente interiorizados, que se practica y se sufre con total normalidad. No hace mucho, el papa Francisco le dedicó una de sus catequesis de los miércoles. La denunció como un mal con consecuencias devastadoras. El soberbio, arrebatado por el engreimiento, se exalta a sí mismo por encima de todo y de todos. El soberbio cree ser mucho más de lo que es en realidad, ansía ser reconocido como superior a los demás, quiere ver reconocidos sus méritos y desprecia a los otros y los trata como seres despreciables. El vicio de la soberbia, avisa Francisco, es acompañado por el de la vanagloria. Esta es una enfermedad del yo humano, un trastorno infantil. La soberbia, en cambio, causa desgracias. Esto la convierte en la reina de todos los vicios.
La identificación del soberbio no es difícil. La lista de los síntomas de quien ha sucumbido a ella es larga. El orgulloso es altivo y de nuca rígida, jamás se inclina ante nada ni nadie. Emite juicios infundados e irrevocables sobre los demás, que se le antojan irremediablemente ineptos e incapaces. Reacciona de forma exagerada ante la menor crítica constructiva o un comentario inofensivo. Siente que su majestad es ofendida y monta en cólera, grita y, profundamente resentido, rompe relaciones con los otros.
La soberbia es inseparable de la envidia, los dos vicios característicos de quien aspira a ser el centro del mundo, libre para explotar todo y a todos, y el objeto de toda alabanza y veneración. La soberbia es autoestima inflada sin fundamento. El “yo” soberbio es dominante. Es incapaz de comprender las emociones y los sentimientos de los demás. No es consciente de que, aparte de él, existen otras personas en el mundo. Sus relaciones con ellas son prepotentes, oportunistas y manipuladoras. Su persona, sus logros y sus éxitos deben ser exhibidos ante el universo.
El soberbio es un perpetuo mendigo de atención. Cualquier éxito es motivo más que suficiente para reclamar alabanzas. Es incapaz de valorar sus logros en su justa dimensión. Engreído y envalentonado, se presenta ante el mundo como un fenómeno nunca antes visto. Si sus cualidades no son reconocidas, se enfurece. Los demás son desagradecidos, reniegan de sus talentos y cualidades, no comprenden sus desvelos y sus esfuerzos, y no están a la altura de su grandeza. Son miserables y aviesos.
Las repercusiones de la soberbia en la vida cotidiana son devastadoras. Destruye las relaciones humanas, envenena la convivencia social y personal, y envilece a los más cercanos. Poco se puede hacer por el enfermo de soberbia. Es imposible hablar con él y, mucho menos, corregirlo, porque, en el fondo, está enajenado. No queda más que ejercer la paciencia, porque un día la torre de sus grandezas se derrumbará sobre él.
En el vicio de la soberbia se esconde el mal radical, esto es, la absurda pretensión de ser como Dios. Ya monseñor Romero decía que el soberbio es un ególatra que no ha encontrado al verdadero Dios y, por eso, tampoco ha descubierto su propia grandeza. La soberbia figura en la serie de vicios que Jesús enumera para explicar que el mal siempre procede del corazón de los seres humanos. La ceguera insolente ignora que Jesús dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: no juzgar nunca. El único remedio disponible para el soberbio es la humildad, el verdadero revulsivo para toda clase de arrogancia.
En su catequesis, el papa Francisco no se refiere a nadie en particular. Por consiguiente, cualquier parecido con la realidad es simple casualidad.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.