El respeto más elemental pide no introducir a Dios en la política gubernamental, sobre todo cuando esta es represiva. El Dios cristiano no es violento, sino amante del diálogo, del entendimiento y la convivencia pacífica. Aborrece la arbitrariedad y la injusticia, y ama el derecho y la justicia. No desea la muerte del criminal, sino su rehabilitación e incorporación en la sociedad. No excluye a nadie, porque todos, delincuentes y honrados, son sus hijos. El Dios de la tradición judeocristiana abomina el discurso de odio. Envió a su Hijo para rescatar a los pecadores de toda clase, los despreciados por los que se tienen en alta estima y rectitud. El dios de Bukele y sus consejeros religiosos no es cristiano, sino otro, hecho a su medida y conveniencia para excusar sus desafueros.
La victoria exterminadora que Bukele le atribuye no es suya. Indudablemente, Dios quiere “sanar”, no solo al país, sino a la humanidad entera. Pero el Dios de la Biblia no “sana” atropellando, torturando y asesinando, ni siquiera a los pecadores más inicuos. No responde al mal con el mal. Los descarriados imputan delitos, reclaman venganza y hablan de derechos adquiridos. En cambio, Dios acoge a todos con amor insondable y ofrece un perdón incondicional. En el Calvario, en la agonía de la crucifixión, uno de los delincuentes colgado a su lado le pidió que no lo olvidara cuando viniera en su reino. Jesús le respondió que ese mismo día estaría con él, en la presencia de Dios. La salvación de Jesucristo es completamente contraria al mesianismo de Bukele, alimentado por teorías extrañas al Evangelio. No desconoce los crímenes, que reprueba sin contemplaciones, pero salva al criminal, por ser persona y, en definitiva, por ser un hijo extraviado. Estaba perdido, pero no descansa hasta recuperarlo.
La cuestión de fondo no es la seguridad ciudadana, sino cómo alcanzarla. Hay una forma ajustada a la normativa internacional y reconocida ampliamente, excepto por las dictaduras. Hay otra que satisface egos autoritarios y sanguinarios, que se erigen sobre despojos humanos. En sus trece, el régimen de Bukele alegó las bondades de esta opción ante el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas, pero no convenció. El Comité no solo rechazó sus alegatos, sino que censuró su conducta. Poco antes, uno de los directores de la represión había argüido que los soldados cargan una cartilla con los procedimientos establecidos por la Cruz Roja. Pero los de la naval que acosaron, torturaron y capturaron a los jóvenes de una comunidad del Bajo Lempa, o los soldados que dijeron a un padre angustiado de Izalco que agradeciera que su hijo recién capturado estaba con vida, porque tenían orden de matar, deben haberla olvidado en alguna parte. Esas prácticas son contrarias al derecho y la justicia, y también a la voluntad de Dios. Esos soldados y policías no son instrumentos de ningún plan salvífico, sino de una voluntad extraviada.
La cuestión no es solamente la seguridad ciudadana, sino también la vida de las mayorías, que comprende el acceso garantizado a la salud, la alimentación, la educación, el empleo y las oportunidades. Pero Bukele no habla de ello, sino solo de seguridad y en términos exclusivamente militaristas y represivos. Desconoce la prevención, la rehabilitación y la reincorporación en la sociedad. Ignora las enfermedades, el hambre y la desnutrición, la educación deficiente, el desempleo y el desamparo de la mayor parte de la población. Quizás no tiene nada que ofrecerle o lo que para ella es crucial, a él le resulta irrelevante y aburrido. La vida es tan apurada y arriesgada que es insultante jactarse del aire de “felicidad, alegría y tranquilidad” que, según Bukele, se respira en el país. Ese es un privilegio para unos cuantos poderosos y arribistas.
La verdadera gloria de Dios no es “la victoria” de Bukele sobre las pandillas, sino que, como dijo Mons. Romero, que “el pobre viva”, y eso es, precisamente, lo que aquel descuida. Los pobres malviven con mucha dificultad. Los que pueden huyen. Otros se rebuscan la vida en las pandillas y en otras actividades delictivas. La violencia primera del orden neoliberal es respondida con otra violencia, cuyas raíces se hunden en la negación de una vida digna y humana. El régimen de excepción es tan violento y criminal como aquellos a los que persigue implacablemente como “terroristas”, no para establecer el derecho y la justicia, sino para conservar el ordenamiento neoliberal, origen de la primera violencia.
Invocar el nombre de Dios para justificar la violencia es blasfemo. El Dios de Jesús no es justiciero, resentido y vengativo. No es un acreedor implacable, que se niega a salvar si antes no se salda la deuda contraída con él. Ese Dios sería sádico y encontraría un placer especial en el sufrimiento y el derramamiento de sangre. El Dios crucificado perdona gratuitamente y pide a sus seguidores hacer otro tanto.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.