Generalmente, cuando usamos la palabra libertad la vinculamos con la política. Nuestro himno nacional la repite varias veces. Los diputados hablan de ella. Y sin embargo, la mayoría de los políticos no aparecen como hombres o mujeres libres. Repiten las palabras del líder, levantan la mano según las consignas centrales, no tienen apenas originalidad a la hora de enfocar los problemas nacionales. Es difícil creer que en los partidos políticos el pensamiento interno sea tan unánime como para producir esos debates tan repetitivos y tan insistentes en los mismos argumentos. El cambio de bandera y de partido por parte de algunos miembros revela al final que la unanimidad no era tanta como parecía. Pero ese cambio es un solitario acto de libertad para volver de nuevo a levantar la mano mecánicamente, más impulsados por intereses que por un pensamiento libre. Hoy, cuando los diputados se aprestan a elegir personas destinadas a importantes cargos de la estructura estatal, indispensables para la sana democracia, es esencial hablar de libertad. Pero no cantándole loas o pronunciando palabras grandilocuentes, sino exigiendo que la libertad sea una característica de la política, y no la política una negación de la libertad.
Porque lo más grave que se le puede atribuir a un diputado es que no sea una persona libre. Lo que más atenta contra la democracia es que los representantes del pueblo, elegidos por los ciudadanos para defender el bien común, quieran poner al frente de las instituciones básicas de la democracia a personas obedientes al poder. Colocar en la Corte Suprema de Justicia a personas manipulables, como se ha hecho con tanta frecuencia a lo largo de nuestra historia, no solo es un atentado contra la democracia, sino una aberración de la misma. Y esa aberración se ha dado en demasía, y sigue estando como anhelo y deseo en el corazón de demasiados políticos de oficio. Los resquemores, tensiones e incluso amenazas que han brotado frente a cuatro magistrados de la Sala de lo Constitucional, simplemente por actuar con libertad y sin plegarse a los intereses del poder, nos muestran lo deleznable del espíritu de demasiados políticos, ubicados en puestos clave de los tres poderes del Estado. Los indignados de las esferas políticas profesionales no protestan tanto contra la realidad pobre y miserable que nos rodea, sino contra aquellos que no están atados a sus intereses.
La libertad no puede consistir en llegar ebrio a la Asamblea, en disparar un arma desde el balcón de su casa para celebrar un cumpleaños, en regalarse privilegios con la misma alegría infantil con la que se participa en una piñata. Usar la libertad para ponerse guardaespaldas pagados por el Estado una vez termina su período como diputados no es más que la continuación de una farsa de paniaguados, dispuestos a vivir del dinero ajeno sin producir nada, o muy poco, para el bien común. Usar en política la libertad para la trampa, para el beneficio de pocos, para la ventaja personal corrompe definitivamente tanto la política como la misma libertad.
La libertad política es creativa, amplía el bien común, opta por los más pobres y necesitados. No es la libertad de los vivos, de los aprovechados, de los que el pueblo llama vivianes, con su maravillosa capacidad de crear lenguaje adaptado a las circunstancias. En El Salvador, padecemos la terrible tradición de ilusionarnos demasiado con el poder, y tratar de someter la libertad al poder. Y ello a pesar de que es de sobra conocido que el poder tiende a corromper, como decía un historiador inglés, y que el poder absoluto corrompe absolutamente. Pero nuestra tradición autoritaria y oportunista está demasiado arraigada en muchos espíritus pequeños, ambiciosos de lo aparente y de la buena vida.
No existe institucionalidad sin límites precisos a la corrupción y al abuso de poder. Y solo las personas libres son capaces de establecer límites, tanto para sí mismas como para todos aquellos que veneran el poder. Hablar de libertad hoy debería ser recordar responsabilidades, ideales humanistas y humanos, ética y conciencia social. Pero demasiados diputados piensan simplemente en lo que les conviene a ellos o a sus grupos de poder. Demasiados diputados son poco libres, y corresponde a la sociedad civil recordarles que la libertad es antes responsabilidad con el país y con la conciencia personal, que complacencia con el bolsillo propio, con la ventaja partidaria o con el poder del más fuerte.