La vida política, en su definición moderna, es la que tiene que ver con el gobierno del Estado, y por lo tanto, incluye también la militancia en los partidos que luchan por hacerse con el Gobierno. Para la política partidaria, la lucha por el poder y el deseo de servir son, a efectos prácticos, una misma cosa. Sin embargo, la realidad nos muestra que quien más ambiciona el poder no es el que más y mejor puede servir, sino el que quiere imponer sus intereses particulares o partidarios sobre el interés general. Ya Maquiavelo, en su momento, puso de manifiesto —en su obra El príncipe— cómo funciona realmente el poder cuando toda acción política está dirigida a la conquista y la conservación del mismo; para este fin, cualquier medio es válido. Es preciso entender, escribió Maquievelo, "que un príncipe, al menos el que accede por primera vez al poder, no debe proceder de acuerdo con lo que la gente considera correcto, porque en muchas ocasiones se verá obligado —a fin de asegurar su poder— a actuar en contra de la fidelidad, la misericordia, la compasión y la religión". Por este tipo de postulados Maquiavelo ha adquirido mala fama. Pero, en realidad, en su obra él expone la política que vio y vivió: observa y describe un modo concreto y habitual de hacer política; sobre todo, de los gobernantes, en quienes la perversidad y la corrupción se juntan.
Este modo de proceder, que sigue presente en la política y en los partidos actuales, es una de las principales causas de que la confianza e interés en la política sean, por lo general, muy bajas y estén en erosión constante. Sin embargo, es indiscutible que la política como forma de ejercer el poder es necesaria, pero debe tener sus límites. Leonardo Boff nos dice en uno de sus escritos que todo poder debe estar sujeto a un control, normalmente regido por el ordenamiento jurídico, con vistas al bien común; debe venir por delegación, es decir, debe pasar por procedimientos de elección de los dirigentes que representan a la sociedad; debe haber división de poderes, para que uno limite al otro; debe haber rotación en los puestos para evitar el nepotismo (favorecer a familias o personas afines) y el mandarinismo (gobierno arbitrario); el poder debe aceptar la crítica externa, someterse a un rendimiento de cuentas y a la evaluación del desempeño de quienes lo ejercen; el poder vigente debe reconocer y convivir con un contrapoder que le obliga a ser transparente o a verse sustituido por él. A estos puntos nosotros agregamos que el recto ejercicio del poder pasa también por hacer de la política uno de los instrumentos idóneos para enfrentar el mal común y posibilitar el bien común; por ejemplo, enfrentar la pobreza estructural y dar paso a la justicia social. Estos límites y condiciones pueden ser un verdadero antídoto para el veneno que enferma a la política y la convierte en un modo de adquirir privilegios y ventajas, una forma de repartir los recursos del Estado, una forma fácil de vivir gracias a la rentabilidad económica y política que da el poder. Si se quiere dignificar la política, son necesarios estos límites.
Ahora bien, reconociendo que todo tiene una dimensión política en el sentido antes expuesto, no menos cierto es que lo político no lo es todo. Lo "público" es mucho más amplio y variado que lo que normalmente llamamos "lo político", y está relacionado con el conjunto de bienes que van desde los naturales, pasando por los estrictamente económicos, hasta llegar a los de carácter ético, como la justicia, la verdad y la libertad. Pero lo público también puede estar representado por los males comunes que afectan a una colectividad; el hambre, la depredación, la pobreza, la impunidad y la violencia son algunos de los más graves. Asumir lo público con responsabilidad implica una actitud activa para conseguir el bien común y erradicar el mal común, y eso no puede lograrse sin la participación ciudadana. Pero para que esta sea cualificada y tenga incidencia en las transformaciones sociales, requiere de ciudadanos y ciudadanas que no solo estén atentos a las cuestiones públicas, sino también dispuestos a participar en los distintos ámbitos de la sociedad civil, de forma crítica, creativa y comprometida.
Crítica frente a la realidad política actual, que se acredita como democrática y que termina limitando la participación ciudadana al ejercicio del voto o la libre expresión, aunque se vote pero no se elija, y aunque no todos tengan igual acceso a los medios de comunicación. Creativos para poner límites a las desviaciones y perversiones del poder, pero también para cultivar relaciones solidarias, participativas y éticas en el mismo. Por ejemplo, participación ciudadana en la elaboración de presupuestos municipales, en la defensa del medio ambiente, en la democratización de los partidos políticos, en la defensa y promoción de los derechos humanos, en la lucha contra la partidocracia, en el esfuerzo por recuperar la política como vocación, en la búsqueda de justicia, en la cultura de la rendición de cuentas, en el cumplimiento del derecho al acceso a la información pública, entre otros. Y comprometidos con el ejercicio del poder participativo y solidario como instrumento de las transformaciones sociales; con la vigencia de los derechos humanos sin olvidar la responsabilidad de los deberes; con la justicia global para que sea posible la familia humana.
La necesidad de que haya ciudadanía plena responde a uno de los planteamientos principales de la democracia radical (profunda): "política" no es solo ni principalmente lo que hacen los políticos, sino lo que hacen los ciudadanos y ciudadanas cuando se preocupan y ocupan de lo público para que sea un lugar de justicia, de inclusión y de responsabilidad ética. Cuando esto ocurre, lo político se enfrenta a un verdadero contrapoder que pone límites y evita abusos; contrapoder que deriva de la ciudadanía consciente y organizada. El movimiento de los indignados es un ejemplo de fermento esperanzador del accionar público.