“¿Cómo es eso?”, emplazó Bukele a los contrarios a la minería metálica. “¿Cómo va a ser que está destruyendo el río?” si “minería todavía no hay, va a haber”. Asombrado, responde, “yo, como cualquier persona con un poquito de inteligencia, preguntaría qué es lo que está contaminando ahorita”. Cierto, minería no hay, porque fue prohibida en 2017. Sin embargo, su impacto contaminador todavía persiste. Las industrias mineras se llevaron los metales valiosos y dejaron sustancias químicas altamente venenosas, las cuales se agregan a las heces fecales, las aguas servidas, los desechos industriales y cañeros, los desarrollos inmobiliarios, los fertilizantes, los insecticidas, las aguas negras de la cárcel modelo para pandillas y la destrucción del entorno de las megainfraestructuras como el aeropuerto oriental.
Valerse de la contaminación existente para defender la minería metálica es un sofisma malo. Bukele argumenta que es inocua, porque no se le puede atribuir la contaminación actual. Pero de aquí no se sigue que no vaya a contaminar, como ya lo ha hecho antes de 2017. La minería limpia es materialmente imposible; la minería amenaza con reducir aún más el acceso al agua, que utiliza en cantidades ingentes. En su arrebatada defensa, Bukele señaló perjuicio: dejó caer que provoca insuficiencia renal en los trabajadores y los vecinos de la explotación.
Los ofrecimientos de vigilar la industria minera y de preservar el medioambiente no son confiables. Bukele no tiene poder para supervisar, auditar y fiscalizar la actividad extractiva. Tampoco tiene capacidad para ello y mucho menos voluntad política. Un pequeño descuido tendría consecuencias catastróficas. Las normas que Bukele dicte serán una formalidad para guardar las apariencias. Las multinacionales no están interesadas en la minería limpia y el medioambiente les tiene sin cuidado. Las minas abandonadas son fuente de contaminación durante décadas.
Por otro lado, en los cinco años y medio de poder absoluto, Bukele no se ha distinguido por defender el medioambiente. No ha clausurado ninguna de las fuentes principales de contaminación que él mismo señaló. Eso iría contra los intereses de su familia y sus socios capitalistas, propietarios de algunos de los desarrollos inmobiliarios más grandes. Tampoco se ha hecho cargo de la insuficiencia renal, pese a gobernar el país con la incidencia más alta. El saneamiento de las zonas más densamente pobladas y la educación de sus habitantes no figuran en su agenda. Carecen de atractivo turístico. El bienestar animal está por encima de la salud pública.
Desde una perspectiva positiva, Bukele no tiene argumentos válidos. Tampoco negativamente. Pretende desacreditar a la oposición alegando su apatía ante la contaminación. Olvida que esta, desde hace ya mucho tiempo, ha denunciado la contaminación y la indolencia gubernamental y ha exigido medidas paliativas y preventivas, que han caído en oídos sordos. Algunos líderes del movimiento ambientalista han sido asesinados, otros encarcelados y muchos más acosados por “las fuerzas del orden”.
Las organizaciones medioambientalistas lograron la prohibición de la minería en 2017; ante la supresión de dicha decisión, han retomado la lucha con determinación. Sorprendentemente, no están solas. Un movimiento social amplio y variado, consciente de lo que está en juego, se ha aglutinado a su alrededor. Ni las multas electrónicas, ni el subsidio del agua y la electricidad han contenido su beligerancia. La resistencia se extiende como mancha de aceite hasta el punto de amenazar la buena salud de la dictadura.
La protesta social ha respondido de forma contundente a los cuestionamientos de Bukele. La inocuidad y el control gubernamental no son creíbles. La promesa de riquezas nunca antes vistas no impresiona. La gente sabe bien que, si acaso las hubiera, no son para ella. En los más de cinco años en el poder, Bukele no solo no ha elevado el nivel de vida de la gente, sino que este es ahora inferior al de 2019. La distribución desigual de la riqueza nacional es aguda e histórica. Inesperadamente, Bukele despertó una fuerza social amplia, variopinta pero unida, dispuesta a combatir y a resistir su última ocurrencia.
Su lógica está contaminada por los intereses económicos familiares y de alguna multinacional aún no identificada, y por una vanidad desbocada. Si se sale con la suya, desgastará su capital político y pagará un costo elevado en popularidad. Los Bukele no arriesgarían tanto por amor al bien común. En las dependencias de Casa Presidencial deambulan ambiciones poderosas.
Si consiguen extraer oro del subsuelo salvadoreño, los Bukele se enriquecerán aún más y podrán circular con pie firme en los círculos de la oligarquía financiera, pero la vanidad del jefe del clan saldrá mal parada. Dice no querer que “después digan ‘hizo todo bien, pero en la minería la regó’”. Eso es, justamente, lo que se dirá.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.