Al ver policías armados registrando en la calle a niños que van a la escuela, es obligatorio que nos preguntemos por la situación de los derechos del niño en nuestro país. Si a los registros se une el aumento de penas a los menores de edad que cometen algún acto ilegal y que se les quiera juzgar como si fueran adultos, la preocupación aumenta ostensiblemente. Y eso aunque el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología presuma de firmar excelentes convenios con Unicef. Llevar a cabo buenas acciones en favor de los niños no tapa ni borra las acciones estructurales, como lo son el aumento de penas contra el menor infractor, que dañan derechos. También los criminales de guerra, en muchas partes del mundo, trataban bien a los niños que no pertenecían a los sectores de los que desconfiaban.
La Ley Penal Juvenil de 1994 significó un cambio positivo para El Salvador. Los legisladores reconocían que el Código de Menores hasta entonces existente no respondía “a los principios reconocidos en la Constitución y en la legislación internacional, respecto del menor que ha infringido la ley penal”. Era obvia la brutalidad de una legislación que metía en la cárcel, a veces durante años en espera de juicio, a niños de 16 años y los mezclaba con delincuentes adultos en prisiones como Mariona, en aquel tiempo plagada de corrupción, violencia y droga. El país había suscrito unos años antes la Convención sobre los Derechos del Niño, y al ratificarla quedó comprometido a que “la detención, el encarcelamiento o la prisión de un niño se llevará a cabo de conformidad con la ley y se utilizará tan solo como medida de último recurso y durante el período más breve que proceda”.
Los diputados actuales parece que no han leído esa convención convertida en ley de la República desde su ratificación. Ley, por cierto, incluso superior a las leyes ordinarias que ellos puedan aprobar. Y parece que no la han leído porque piensan en la cárcel como primer recurso y tratan de que permanezcan en ella durante el período más largo posible. Curiosa realidad de que la ley de los “corruptos” de1994 sea más humana y más coherente con convenciones internacionales y con la Constitución que la ley de los diputados “limpios de todo pecado” de este 2022.
La Convención sobre los Derechos del Niño descansa sobre cuatro puntos indispensables para la legislación de cualquier país que la haya ratificado: la no discriminación del niño o niña, la primacía del interés superior del menor, la garantía de sobrevivencia con pleno desarrollo de sus capacidades y la participación infantil. Es difícil entender cómo se combinan estos principios con la tendencia a responder cada vez con más violencia estatal y legal a las infracciones de los niños. Cuando se quiere construir cultura de paz, resulta indispensable comenzar desde la primeras generaciones. Pero para ello debe haber alguna forma de cambio o conversión en los adultos respecto al uso de la violencia. Si continuamos pegando a los niños como castigo, estos últimos cuando sean adultos tendrán la tendencia a seguir pegando a quienes les molesten.
Al nivel del Estado, que tiene el monopolio de la violencia, resulta indispensable reducirla lo más que se pueda, especialmente en lo que se refiere a los niños infractores, pues el comportamiento del Estado influye fuertemente y configura buena parte de los criterios de acción de quienes en él conviven. El Estado termina siendo responsable de la violencia de los adultos si es cruel con los niños o alimenta la crueldad contra el menor infractor. Si desde el poder estatal se habla sistemáticamente de perseguir en vez de dialogar, se insulta y se polarizan los debates, condenando a quien no coincide en criterios, no se puede después afirmar que estamos trayendo paz al país. Quienes gustan de defender el castigo duro con la frase veterotestamentaria “Ojo por ojo, diente por diente” no sería malo que meditaran en un texto del libro del Eclesiástico 20, 4: “Como pasión de eunuco por desflorar a una moza, así el que ejecuta la justicia con violencia”.