En los frecuentes disparates del régimen, a veces, la verdad se cuela impertinentemente. Ejemplo de ello es la reciente explicación de las muertes ocurridas en las prisiones de los Bukele. Su responsable alega que “no se ha confirmado ninguna muerte […] que no esté vinculada al tema de la salud”. Los detenidos, según él, ingresan en prisión con graves enfermedades crónicas. Algunos, sigue la aclaración, ni siquiera lo saben, hasta que la revisión médica del penal la diagnostica. Así, pues, bienvenidas sean las capturas de la excepción, que brindan a sus víctimas la oportunidad para descubrir el mal estado de su salud. Sin embargo, hay quienes rechazan el tratamiento y mueren, dice el funcionario. Los certificados de defunción, elaborados por el régimen, suelen confirmar la versión oficial. Atribuyen las muertes a edema pulmonar o a padecimientos similares, aun cuando los cadáveres muestran señales visibles de tortura y los testimonios del maltrato ya abundan.
Bien entendida, la versión oficial pone en aprietos a quien quiere librar de responsabilidad, pues admite que buena parte de la población está enferma y sin atención médica adecuada. La mayoría ni siquiera lo sabe. Los enfermos sufren durante meses ante de pasar consulta, aguantan colas interminables, no reciben medicación y soportan maltrato. Estas penurias no son nuevas, tampoco se han reducido. En los más de tres años de gestión, Bukele no ha mejorado el sistema nacional de salud. Gasta pródigamente en militares, en armamento, en represión y en frivolidades como darle al alumbrado público de zonas exclusivas el color oficial, pero no en la salud de la gente. Los hospitales tienen menos presupuesto que las mascotas; los animales encuentran mejor atención que las personas. Tal vez convenga repensar las declaraciones del carcelero mayor del régimen, que habría pecado de exceso de celo al defender a Bukele. Pero entonces la causa de la creciente cantidad de fallecidos en sus cárceles queda en el limbo. En cualquier caso, esas muertes son responsabilidad directa del mandatario y sus acólitos.
El estado de la salud pública pone de manifiesto que las prioridades del régimen de los Bukele no son las de la población, incluidos aquellos que lo saludan como su salvador. En el país, la inflación, el desempleo y la pobreza golpean más que las pandillas. El control de los precios, supuestamente riguroso, y el subsidio a los derivados del petróleo no pueden contener el creciente costo de la vida. Aparte del bitcoin, una tabla de salvación financiera fracasada, Bukele no tiene una propuesta viable para detener la emigración y, mucho menos, para que la diáspora comience a regresar, tal como quisiera. Al contrario, el flujo de los que huyen de su dictadura tiende a aumentar. La diáspora, aparentemente crucial para conservar la mayoría legislativa, tampoco figura entre sus prioridades. Se ha desentendido de la preservación del estatuto de protección temporal (TPS) estadounidense, crucial para miles de inmigrantes. Si algo le interesa es evitar el colapso financiero. Gasta millones de dólares en contratos de asesores extranjeros.
La mayoría se siente ahora más segura, pero, según la última encuesta de la UCA, también reprueba con claridad meridiana la brutalidad policial y militar, la falta de garantías jurídicas y la tortura. Pareciera que la excepción se agota como fuente de popularidad de la dictadura. Tendrá que inventar otra cosa. ¿Qué hará con los más de 50 mil detenidos? ¿Los retendrá indefinidamente en sus cárceles, a pesar de la carga financiera que implica para la hacienda pública, de la creciente erosión de la opinión pública y de la responsabilidad por las vidas de los detenidos? ¿O los liberará gradual y discretamente para disimular el fracaso? El llamado plan de control territorial corrió la misma suerte. El comienzo fue brillante en términos publicitarios, hasta que cortocircuitó y lo reemplazaron con la excepción. Además de improvisar y de gobernar de cara a la popularidad, la dictadura juega con la vida de decenas de miles de personas y sus familiares.
Simultáneamente, Bukele ha pedido oraciones para suplir el abandono de la vulnerabilidad del país. La enrevesada formulación cantinflesca de la petición desafía a los maestros de la espiritualidad. En el fondo, simple ignorancia, revestida de piedad trivial. El decreto embrolla introspección, meditación, estabilidad emocional, oración, espiritualidad y esperanza. No sabe qué pide, pero sí por qué pide. Solicita oraciones para que las lluvias torrenciales no causen inundaciones, derrumbes y pérdidas humanas y materiales.
Esa oración es una coartada para deberes no realizados a su debido tiempo y tiene mucho de “yo”, “mí”, “me”, “conmigo”, “para mí”. Es la oración del fariseo, donde hay mucho yo, pero poco Dios. La negligencia gubernamental, por lo general, solo golpea a la población con menos recursos y más desprotegida; paradójicamente, aquella donde la dictadura concentra el respaldo incondicional. Una de esas voces lo expresa lúcidamente: “Nosotros lo valoramos en la campaña política, […] lo llevamos a la Presidencia, él no quiere valorarnos a nosotros, porque nos quiere tirar a la deriva”. Mal paga el diablo a quien bien le sirve.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.