En el contexto del aniversario de los mártires jesuitas se desarrolló en la UCA una semana dedicada a la memoria histórica. El tema es especialmente importante porque los Gobiernos anteriores al actual desarrollaron un discurso sobre el pasado que miente y oculta tanto la opresión y el abuso económico como las graves violaciones al derecho a la vida y la integridad. El nuevo Gobierno no se queda a la zaga de los abusos que otros han cometido contra la memoria histórica. Empeñado en una propaganda que exalta exclusivamente el presente, manipula el pasado, presentando en negro casi todo lo acontecido antes de 2019 y en blanco esplendoroso la historia de los últimos cuatro años.
El poder político, en el pasado, contaba la historia a su favor. Unos privatizaron la memoria y la eliminaron de lo público. Las masacres de campesinos, niños y mujeres fueron choques armados con la guerrilla. Y si las víctimas querían curar sus heridas desde la verdad y la justicia, las acusaban de reabrir las heridas del pasado. Se presentaba el “perdón y olvido” como un valor y la amnistía de crímenes de lesa humanidad como un bien jurídico. A las víctimas se les ponía como ejemplo a los poderosos y adinerados que decían: “Yo ya perdoné y no necesito justicia”. Otros hablaban del pueblo y de las víctimas, pero mantenían las mismas injusticias estructurales, al tiempo que procuraban no ofender a los militares. Hoy todo el pasado es pacto de corruptos y solo el presente es perfecto, por muy manipulada que esté una realidad que continúa siendo triste. Es el lujo del poder, que dice que todo lo hace por el pueblo. Maña vieja que incluso aparece en el acta de independencia de Centroamérica, cuando los poderosos y notables decretaron la independencia para “prevenir las consecuencias, que serían terribles si la proclamase el mismo pueblo”. Todo un paternalismo dulce, condescendiente con el pueblo, para quedar en puestos de privilegio y no soltar el poder.
Sin embargo, las manipulaciones del poder no eliminan la memoria. Y ello por varias razones. La primera, porque la memoria es la base de nuestra identidad. Y lo vivido interior y emocionalmente define nuestra propia realidad. Somos quienes somos porque recordamos, asimilamos, contamos y ordenamos nuestros recuerdos. Por eso, porque la memoria es también comunicación humana, resulta indestructible. Los asesinos pueden destruir la vida, pero la memoria termina venciendo en su combate contra la nada y el olvido. Además, los que tratan de imponer mentiras no tienen un sustituto para la verdad. Y menos para esa verdad tan densa que es el sufrimiento de quien ha perdido, madre, esposo, hija o cualquier ser querido. Sin memoria no hay justicia, suele repetirse cuando se habla desde las víctimas. Y es cierto. Es la memoria decidida a ser contada la que mueve a la justicia a ser independiente frente al poder.
Los jueces pueden comprarse o se les puede doblar la vara de la justicia, como decían los antiguos. Pero la memoria hace brotar en los corazones el afán de justicia, llama al reconocimiento de los crímenes e invita a la reconciliación en el perdón pedido por quienes reconocen sus crímenes. En la justicia de transición, después de graves atentados contra la dignidad humana, el pensamiento jurídico recomienda procesos en los que la verdad, la justicia, la reparación a las víctimas, las medidas de no repetición y los mecanismos de reconciliación restauren la sociedad como lugar de amistad social y diálogo. En El Salvador, la falta de pensamiento ético y de diálogo trasparente ha impedido hasta ahora ese tipo de justicia. Frente a una justicia dependiente, punitiva con los pobres y manipuladora de la verdad, la memoria de las víctimas sigue viva e impulsa procesos humanistas de verdad, reparación y reconocimiento.