Si algo nos demuestran las circunstancias por las que hemos pasado es que tenemos que acrecentar nuestra capacidad de diálogo. Un país no se desarrolla sin diálogo. Y después de las famosas negociaciones que desembocaron en los Acuerdos de Paz, los niveles de diálogo han venido disminuyendo paulatinamente en nuestra sociedad. Continúan activos algunos sectores que se consideran salvadores absolutos de la nación. Pero también sigue habiendo gente sensata que quiere avances, desarrollo digno, justicia social, libre iniciativa en el campo de los negocios. El autoritarismo no conduce a un desarrollo justo. Y por esa razón deberíamos ser todos partidarios de resolver los conflictos por la vía del diálogo, y no por el camino del enfrentamiento.
Para favorecer una mínima reflexión sobre el diálogo, mencionaremos algunos de los elementos que, en el terreno político, deben caracterizarlo. No se trata con estas pistas de condenar a nadie, sino de establecer principios básicos que nos ayuden a dialogar con eficacia. La palabra "diálogo" procede del griego y significa llegar al encuentro de alguien a través de la palabra. Encontrarse con el otro en lo que une, a pesar de la diferencia, es el objetivo final del diálogo, y es también uno de los signos fundamentales de nuestra racionalidad. Dialogar nos hace siempre más humanos.
Para que exista el diálogo hay que partir de la premisa de que frente a la realidad podemos tener visiones y opiniones diferentes. El respeto a la diferencia es básico, precisamente para poder llegar a acuerdos, negociaciones, objetivos comunes. En ese sentido, no podemos descalificar absolutamente al que piensa distinto de nosotros. Y en El Salvador nos quedan todavía muchos pasos por dar para aprender a no descalificarnos unos a otros cuando alguien piensa diferente. Aunque los políticos saben esto, usan con demasiada frecuencia la palabra confrontativa y descalificadora, lanzando a sus bases contra el supuesto enemigo. La grandilocuencia en los ataques aparece como una especie de deporte entre ellos, capaces posteriormente de reunirse, brindar juntos en las fiestas nacionales de las embajadas y llenar de sonrisas conjuntas nuestros periódicos. Esa suerte de paranoia es peligrosa tanto por la polarización que produce como por la despolitización que provoca. Nuestro país necesita política de la buena, y esta solamente crece cuando el diálogo es serio.
El diálogo político exige también una base mínima de amor al país, a su gente y a la posibilidad de establecer proyectos nacionales de realización común. La democracia es uno de esos proyectos que deben guiarnos y del que debemos extraer elementos básicos. El pueblo no puede tener poder real si no tiene educación formal abundante, si sus servicios de salud son deficientes, si la vivienda digna tiene un enorme déficit, si la infancia y la ancianidad sufren diferentes y masiva formas de abandono. La democracia se cultiva siempre como proyecto común, incluyente, o termina en el desprestigio, cuando no en el estercolero. Indudablemente, en todos los partidos hay personas con buenas intenciones y amor al país. Pero prima todavía en exceso lo que monseñor Romero llamaba la idolatría de la organización: mi grupo, mis fines particulares, las ganancias que me puedan generar los modos de actuar, estrategias o tácticas de mi partido, se ponen por encima de ese bien común que la democracia, como marco del actuar político, nos impulsa a buscar.
Además de entre sí, los partidos deben buscar el diálogo con la sociedad. En vez tratar de identificar a esta con los intereses propios, es básico dejarla ser independiente y escuchar sus opiniones, generalmente más matizadas, aunque coincidan en algo con una o con otra posición política. Ni los partidos políticos ni la sociedad civil tienen toda la razón. Por eso es imprescindible que dialoguen. Y frente a la polarización, que con frecuencia es un subproducto de la pasión política, la sociedad, desde su diversidad, puede iluminar el camino de retorno hacia posiciones matizadas e incluso con más respaldo en la racionalidad y apego a las necesidades nacionales. La sociedad civil nunca sustituirá a la sociedad política. Pero sí puede aportarle mayor realismo y racionalidad a las decisiones que esta última tome.
Y aunque el tema del diálogo es mucho más amplio de lo que en estas líneas podamos decir, mencionamos un último punto, a nuestro juicio de importancia capital. En un país como El Salvador, donde la pobreza es grande y crea duras y crueles disfunciones, agravadas por la desigualdad socioeconómica, deben estar siempre presentes en el diálogo los intereses y las causas de los pobres, de los económica o socialmente débiles, de los que se ven en riesgo de perder o de no conseguir nunca el bienestar básico para vivir sin amenazas. Cualquier tema en discusión termina siempre teniendo repercusiones positivas o negativas para los más pobres o para los vulnerables, siempre en riesgo de perder parte de sus escasos bienes. Al discutir leyes, normas, sentencias, cualquier cosa legítimamente discutible, no podemos olvidar a quienes están al final de nuestra escala social. Porque son muchos y porque hoy y aquí, en Centroamérica, solamente un país que se preocupa por los de abajo termina saliendo adelante.