El régimen de Bukele levantó un elevado muro para impedir el escrutinio impertinente de la opinión pública y de la prensa. La idea era gobernar sin esa molestia. Así, los nombramientos, los contratos, las concesiones, el gasto y los planes, si existen, están protegidos por varios años de secreto de Estado. Los desafectos de todos los niveles fueron despedidos sin contemplaciones y reemplazados por allegados e incondicionales. Estos tienen terminantemente prohibido hablar con la prensa, incluso con los extraños. Las alcaldías oficialistas guardan riguroso silencio. Nadie se hace cargo de nada. La única voz es la del presidente, ampliada por el eco de los medios afines. Los funcionarios solo hablan con la prensa del régimen y cuando lo indica Casa Presidencial, que, además, les proporciona el guion. Bukele y su círculo están parapetados detrás del muro del silencio y del ocultamiento.
Pero las movilizaciones de septiembre y octubre cuestionan la eficacia de esa estrategia defensiva. Veloz, tanto que prorrogó una ley caducada, el oficialismo prohibió y criminalizó las protestas con el argumento de resguardar la salud pública. Luego aclaró que las toleraría si observaban la bioseguridad, pero dejó en pie la criminalización. Aunque importante, la bioseguridad es una excusa. El oficialismo impone a la protesta limitaciones que no exige a los aficionados del futbol, que se amontonan sin mascarilla en los estadios. Estos no representan ninguna amenaza para el régimen, solo para sí mismos y sus allegados. Mientras que la movilización social remece los cimientos de la ciudadela en la que se atrincheran los Bukele. Sus muros, levantados con cálculo, no han impedido la divulgación del desgobierno ni la consecuente propagación del descontento.
Es cuestión abierta si la prohibición y la criminalización contendrán a la población desengañada y molesta. Las prohibiciones suelen producir un efecto contrario al buscado; frecuentemente, incitan a la desobediencia, más cuando el embuste y la traición alimentan la cólera popular. La reacción oficialista ha delimitado el campo de batalla. Los Bukele contra la calle, en lucha por la credibilidad. Aquellos se juegan su popularidad y, con ella, la viabilidad de su proyecto, mientras que la gente reclama dignidad, justicia e igualdad. Si la voluntad popular vence el miedo y se lanza de nuevo a la calle, el régimen tendrá que decidir si reprime o no. Si desata una cacería de opositores, si llena las cárceles con presos políticos o si derrama sangre, se le caerá la máscara que disimula malamente la dictadura cool y mostrará su verdadero rostro. Si no reprime ni cambia de rumbo, se aproximará peligrosamente al despeñadero.
En pocas palabras, sin un giro radical, el régimen de los Bukele está abocado al fracaso. No habrá hitos históricos ni entrará en la historia por la puerta grande. La dictadura centroamericana, devastadora y cruel, siempre colapsa. El seductor plan inicial del nuevo comienzo, libre de las lacras del pasado, y del futuro promisorio tenía posibilidades. Pero los Bukele fueron demasiado lejos al fomentar la corrupción, al desarticular la institucionalidad y, sobre todo, al no satisfacer las expectativas vitales de la gente. Las alcaldías, insertas en la población, pudieron haber sido un medio eficaz para atender sus necesidades más apremiantes. Pero eso es contrario al centralismo y al mesianismo del mandatario que, al concentrar en él la gestión gubernamental, se ha convertido también en el blanco de la crítica, del reclamo, del desprecio y del insulto. La poca visión política, la torpeza y la incompetencia han abierto brechas en el muro presidencial.
El desacierto original del régimen de los Bukele es, quizás, haber hecho de Casa Presidencial una ciudadela y parapetarse detrás de su elevado muro de secreto, propaganda y peones incondicionales. En lugar de salir al encuentro de la gente para escucharla y atender sus demandas, se refugiaron en la ciudadela presidencial. Vieron enemigos donde debieran haber encontrado a una población deseosa de ser atendida y dispuesta a colaborar en la construcción de una sociedad justa y solidaria. Calcularon que la redes sociales bastarían para mantenerla adormecida y obediente a sus dictados. La táctica funcionó al comienzo, pero cuando la crisis sanitaria, el alto costo de la vida, la inflación y el desempleo apretaron, la gente exigió hechos, no retórica tuitera.
La ciudadela dio una falsa seguridad a los Bukele. Los ha protegido de la opinión pública y de la prensa, también los ha aislado de la realidad. Confiados en la altura y la solidez de sus parapetos, no ven lo que sucede más allá. Los muros, al igual que las prohibiciones y la criminalización, son medios defensivos, relativamente eficaces en caso de asedio. A corto plazo, pueden desmotivar. Pero a mediano plazo, son contraproducentes, porque no erradican la fuente del malestar social. La oligarquía, los militares de la década de 1970, Arena y el FMLN cometieron el mismo error. En lugar de resguardar, el baluarte presidencial se ha convertido en una peligrosa trampa.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.