La supresión de la pena de muerte en el Catecismo de la Iglesia católica ha pasado desapercibida en El Salvador. Solo mereció una breve nota en algunos medios, quizás porque no le encontraron ninguna relación con el país, ya que el Código Penal no contempla la pena de muerte. Sin embargo, esta es una práctica bien establecida, que se remonta a los escuadrones de la muerte, patrocinados por el régimen militar, y que no ha desaparecido aún, tal como lo muestran los asesinatos extrajudiciales de los escuadrones de limpieza, tolerados por el Gobierno con una aprobación social bastante amplia. Siempre se puede alegar el carácter laico del Estado, ajeno a las disposiciones eclesiásticas. Pero este argumento es falaz, porque muchos legisladores y funcionarios se confiesan cristianos, incluso orgullosamente católicos, y porque, en ciertas áreas, legislan desde principios cristianos, bastante conservadores por cierto.
Dadas esas confesiones de fe, debieran prestar cuidadosa atención a la nueva enseñanza de la Iglesia católica sobre la vida y la muerte. El papa Francisco ha declarado inadmisible la pena de muerte, porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona. En consecuencia, ha modificado el artículo 267 del Catecismo, cuya versión anterior la admitía, en ciertas condiciones. El argumento fundamental detrás de la nueva enseñanza afirma que la persona no pierde su dignidad ni siquiera después de haber cometido crímenes muy graves. Asimismo, tampoco pierde la posibilidad de redención definitiva. La ejecución, independientemente de la modalidad adoptada, es, en sí misma, cruel, inhumana y degradante. Adicionalmente, la pena de muerte es inaceptable, porque los sistemas judiciales adolecen de fallos y la posibilidad de error judicial es real. En el terreno de la práctica, la Iglesia se ha comprometido a luchar por la abolición de la pena de muerte e invita a los Gobiernos a reconocer la dignidad de cada vida humana.
La abolición de la pena de muerte incluye no dejar morir, otra práctica aceptada por los Gobiernos, los diputados, los jueces y los partidos políticos. Las medidas extraordinarias, en vísperas de convertirse en ordinarias, dejan morir de hacinamiento, hambre, enfermedad y soledad a quienes el poder ejecutivo considera merecedores de semejante castigo. En esas condiciones, la rehabilitación o el tratamiento de detenidos con desordenes psíquicos son imposibles. Las cárceles salvadoreñas, sobre todo en aquellas donde rigen las medidas extraordinarias, están organizadas para deshumanizar aún más a unas personas ya de por sí deshumanizadas por circunstancias diversas, con más o menos responsabilidad personal.
El argumento fundamental para abolir la pena de muerte es relevante para los carceleros del país. El Gobierno asume, en contra de la enseñanza de la Iglesia católica, que el pandillero pierde su dignidad humana. Pero el papa afirma que ni siquiera los crímenes más horrendos lo despojan de ella. Por tanto, la persona del criminal debe ser respetada. Esta enseñanza, enraizada en el Evangelio, no solo debe ser reflexionada y puesta en práctica por el Gobierno, sino también por el amplio sector de la sociedad que aprueba, e incluso aplaude, las medidas extraordinarias. El arraigamiento de esa actitud muestra, desde otra perspectiva, la deshumanización de la sociedad salvadoreña, que clama por la venganza y la aniquilación. Estos impulsos atávicos olvidan el quinto mandamiento, que, a secas, prohíbe matar.
De ahí la relevancia del magisterio de Francisco, que recuerda la validez absoluta de ese mandamiento. A los carceleros salvadoreños les recuerda que existen sistemas de detención que garantizan la necesaria defensa de la ciudadanía sin privar al reo de la posibilidad de redimirse definitivamente. La dignidad humana incluye positivamente la posibilidad de redención. La enseñanza de Francisco evidencia la inconsistencia de la lógica legislativa que se pronuncia en contra del aborto y a favor de las medidas extraordinarias. Toda vida humana, incluida la del criminal, debe ser defendida.
La abolición de la pena de muerte y sus implicaciones llama a reflexionar, tanto al Gobierno y a los políticos como a la sociedad, que admite el asesinato en ciertas circunstancias. Esa reflexión es especialmente oportuna en las vísperas de la canonización de Mons. Romero, un santo asesinado, precisamente, por gritar: “Les ordeno en nombre de Dios: ¡cese la represión!”. La comunidad cristiana, en particular, debe hacer un examen de conciencia, individual y colectivo, sobre su actitud ante la inviolabilidad de la dignidad humana, en concreto, ante el asesinato y el dejar morir. No se puede celebrar con verdad la elevación a los altares de un salvadoreño defensor de la vida de todos, de los unos y de los otros, mientras se institucionalizan las medidas extraordinarias y se exige venganza y aniquilación de los criminales. Aquellos que piensan que la pena de muerte es necesaria para acabar con el crimen debieran abstenerse de ir a Roma, porque el santo al que acuden a venerar estaba en contra de la muerte y a favor de la vida de cualquier salvadoreño.
*Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.