Con frecuencia se habla de los países a los que se considera una especie de tigres del desarrollo, y se nos compara con ellos. Hace cincuenta años, se nos dice, estaban igual o peor que nosotros, y veámoslos ahora. Casi siempre se añade que las decisiones económicas y políticas a ellos les llevaron a un rápido desarrollo, mientras nosotros nos quedamos atrasados. Como si el acierto en las medidas económicas lo fuera todo y las actitudes humanas tuvieran poco que ver en el éxito o el fracaso de las políticas. Y así, con demasiada frecuencia, se olvida la capacidad de los pueblos de adquirir una cultura de confianza en sus instituciones que facilite la disciplina operativa y la cohesión social en torno a proyectos de realización común. Y no hablamos de disciplina en el sentido en el que suele entenderse en las escuelas, que es casi siempre represivo y en ocasiones castrante. Hablamos de la disciplina como capacidad de ordenar las cosas hacia la dirección que se ha pactado o visto como conveniente. En medio del desorden es difícil que florezca el desarrollo. Y entre nosotros han privado con frecuencia las ideas y los intereses de unos pocos, que se han impuesto a la brava sin orden ni concierto. Desde una Constitución que fue escrita para un tiempo de guerra, y que ha tenido que reformarse a cada rato, hasta una dolarización sin reflexión, consenso ni visión de futuro.
El desorden continúa, y los ejemplos sobran. El fuero de los diputados tiene sentido en la medida que les protege en el ejercicio de su cargo. Pero cuando abren fuego contra policías, escandalizan estando borrachos o disparan al aire desde el balcón de su casa para festejar un evento, deberían ser juzgados por la legislación común, y no con ese tipo de fuero protector, más cercano a la impunidad que a la legalidad. El jueves pasado, un matutino informaba que 162 diputados, entre titulares y suplentes, no habían entregado todavía su declaración de patrimonio, habiendo transcurrido ya un mes del plazo que les da la ley. Es cierto que tienen dos meses para hacerlo. Pero esperar al último día, como parece que es la tendencia, no muestra demasiada seriedad ni diligencia. Por su parte, el Presidente de la República lleva ya un atraso de cinco meses en el nombramiento del miembro del Tribunal de Ética Gubernamental que le corresponde elegir. El mismo atraso y lentitud de los nombramientos para el Tribunal se da en el Ministerio Público y en la Corte de Cuentas. Y los pleitos entre la Asamblea y la Sala de lo Constitucional no pueden ser vistos sino como un desorden de ideas en un buen grupo de diputados, liderados, con un tono excesivamente personalista, por el propio presidente de ese órgano de Estado. El presupuesto de la Asamblea Legislativa, con cantidades exorbitantes dedicadas a arreglos florales, pinturas e implementos deportivos, muestra otra cara del mismo desorden, que no es solamente intelectual.
Otra muestra del desorden imperante es, en el ámbito legal, el caso del diputado Samayoa. En 1996, la Asamblea Legislativa dio al país una buena ley contra la violencia intrafamiliar. El artículo 43 de esta dice textualmente: "En materia de violencia intrafamiliar no se permitirá fuero, ni privilegios de ningún tipo en razón del cargo". Sin embargo, la Constitución vigente (artículos 236-238) otorga fuero y privilegios penales a los diputados, incluso respecto a la violencia intrafamiliar. Todos sabemos, además, que la Constitución está por encima de la ley secundaria. De modo que el artículo 43 de esa ley contra la violencia intrafamiliar queda penalmente en nada. Y, por supuesto, ningún diputado ni diputada ha tratado de introducir desde 1996 a la fecha una reforma constitucional que elimine el fuero y los privilegios de los parlamentarios en el caso de delitos de violencia intrafamiliar. Así, sigue brillando el artículo 238 de la Constitución, según el cual un diputado que ocasione a su cónyuge lesiones que no se cataloguen como graves (un par de bofetones, por ejemplo) solo podrá ser enjuiciado al finalizar el período para el que fue elegido. Toda una maravilla de orden y seguridad jurídica. Y toda una costumbre de legislar para apantallar, sin la mínima voluntad de cumplir.
En medio de este desorden, no es raro que se enriquezcan y medren especialmente los inescrupulosos, los más carentes de principios. Entre las muchas cosas que necesita El Salvador, está ciertamente progresar en orden y concierto. Tener claro hacia dónde queremos ir es el primer paso. Pero después es cuestión de elaborar una agenda ordenada, pensada adecuadamente y dialogada con la gente. Y luego cumplir disciplinadamente con los pasos establecidos. El andar reaccionando e improvisando frente a los problemas, añadiendo unas leyes sobre otras, creyendo que con leyes se cambia la realidad, no es más que un signo de la falta de orden y de seriedad en lo que respecta a una planificación bien pensada del desarrollo que queremos. Ideas no faltan. Pero fallamos en el momento de dialogarlas adecuadamente y de convertirlas en proyectos. No ubicamos los proyectos en una planificación general del desarrollo ni los ponemos en agenda, ni establecemos plazos adecuados de cumplimiento. Frente a una sociedad política o económica partidaria del desorden, crece la necesidad de que la sociedad civil se reúna por su cuenta y elabore caminos ordenados de desarrollo que sirvan posteriormente para presionar a quienes desde el Estado y la economía tienen la obligación de llevar a El Salvador hacia el bien común.