La apuesta más reciente del régimen de Bukele es la unión centroamericana. El anuncio del interés unionista llega a través del vicepresidente. En teoría, la propuesta es de gran trascendencia para el país y la región. Aparentemente, se propone hacer realidad un proyecto que desde la federación de la década de 1820 ha sido intentado en repetidas ocasiones con idéntico resultado adverso. Fuerzas centrífugas de diversa naturaleza lo han hecho imposible. El intento más duradero y provechoso fue el mercado común de la década de 1960. Curiosamente, el componente que se integró más eficazmente fue el militar. El Parlamento Centroamericano y la Secretaría de Integración Centroamericana aspiran a ser los preludios de un proyecto sin visión y voluntad políticas.
Al parecer, Bukele, según su vicepresidente, desea transformar el actual Sistema de Integración Centroamericana en una unión regional similar a la Unión Europa, incluido el actual Parlamento Centroamericano, que se convertiría en una legislatura vinculante para todas las partes. Se trataría, por tanto, de remplazar la costosa instancia burocrática actual por una supranacional que articularía a los poderes del Estado, en todos los ámbitos de la vida nacional, de los cincos países centroamericanos, más Belice, Panamá y República Dominicana. El trasfondo de la iniciativa es la manía de Bukele de refundar o modificar lo que encuentra en su camino, a veces sin hacer mayor diferencia que cambiar el nombre. En este caso, se trata del Protocolo de Tegucigalpa de 1991, que, según el vicepresidente, “requiere una ingeniería, una actualización conforme a las demandas y desafíos del mundo contemporáneo”.
La nueva de propuesta de integración regional es tan novedosa como inviable. Ninguno de los países centroamericanos está dispuesto a renunciar a su soberanía para conformar una instancia gubernativa suprarregional vinculante. El Salvador menos que los otros. Ciertamente, la revisión y actualización del Protocolo de Tegucigalpa es conveniente. Pero un régimen que repudia constantemente a la comunidad internacional y su normativa, porque alega tener derecho a decidir su destino por sí mismo, no parece tener vocación regional. En un régimen de unidad regional como el propuesto, la legislatura y el sistema judicial no estarían a merced de la voluntad de Bukele; tendría que negociar con los representantes de los otros socios potenciales de la unión. Las decisiones legislativas no podrían contradecir la regional y las acciones judiciales estarían sometidas a la revisión de las instancias regionales, cuya sentencia sería inapelable. El argumento de la popularidad para justificar el autoritarismo, la militarización y la violación de los derechos humanos caería en la obsolescencia.
¿Aceptaría Bukele una disposición regional que suprimiera la excepción, la tortura y la negación de los derechos procesales de los detenidos? ¿Renunciaría a lo que ha dado en llamar “justicia colectiva” (evacuar, arbitraria e ilegalmente, los procesos judiciales de las decenas de miles de detenidos)? ¿Investigaría los abusos de autoridad de sus fuerzas de seguridad y sus carceleros, y la corrupción? ¿Acataría las sentencias de un órgano de justicia suprarregional, derivadas de una apelación, por ejemplo, en el caso de El Mozote o de las otras masacres, incluida la de la UCA? ¿Paralizaría los proyectos que aumentan el riesgo medioambiental? ¿Abandonaría el bitcóin para salvaguardar la estabilidad financiera y fiscal de la región? ¿O piensa tal vez que las contrapartes de la unión regional acatarán sus dictados?
Los otros dos miembros del Triángulo Norte tampoco están dispuestos a someter sus decisiones a la supervisión de instancias suprarregionales. Nicaragua no solo se ha alejado de las otras cuatro naciones centroamericanas, sino también de la comunidad internacional. Costa Rica siempre se ha mostrado cautelosa ante estas iniciativas. En parte, porque se considera superior a sus contrapartes; en parte, porque sospecha de las intenciones de sus vecinos. Un acuerdo político tan sencillo como el CA-4, que facilitaba la circulación entre Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, duró poco. La falta de voluntad política y el concepto decimonónico de soberanía dieron al traste con la apertura de las fronteras. Mucho más difícil será llegar a acuerdos sobre temas tan complejos como la uniformidad fiscal y arancelaria, de la cual se ha hablado bastante, pero sin concretar. Belice y Panamá, aunque ubicadas en la misma región, tienen una historia y una realidad muy diferente a las de sus contrapartes. Ya no se diga República Dominicana.
La meta es ambiciosa, pero los intereses y la miopía política la vuelven inalcanzable. Mucho tiene que cambiar y muy velozmente para alcanzar acuerdos sustantivos en 2024, tal como desea el vicepresidente. Un presidente con vocación centroamericana habría mostrado un claro interés regional y se habría acercado a sus colegas para trabajar con ellos el plan. Un anuncio de trascendencia regional debe ser hecho regionalmente, no en solitario por un funcionario que no sabe bien de qué habla. El vicepresidente expresa más deseos que posibilidades reales. Quizás solo le encargaron lanzar otro globo distractor.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.