La construcción idílica más reciente de Casa Presidencial, el “salto más grande […] en educación” gracias al reparto de dispositivos electrónicos y el padre amoroso con su hija, se hizo añicos de la mano del asesinato de tres agentes de la PNC. Un serio revés en una guerra supuestamente exitosa. La obsesión presidencial con llevar cuenta de los días con “cero homicidios” quedó mal parada. El día siguiente, un militar retirado fue asesinado. Poco después hubo otro homicidio en oriente, más varios pandilleros muertos en presuntos enfrentamientos con la Policía. Los homicidios no han desaparecido. Estos hechos sangrientos evidencian de nuevo que Bukele no controla el territorio y, por tanto, tampoco puede proteger a sus agentes. Los ha convertido en “héroes” para evadir la indefensión con la que los despliega en un territorio no controlado. La desorganización es tal que ni siquiera ha podido explicar con claridad lo ocurrido.
La respuesta al asesinato de los agentes (las otras víctimas no interesan) ha sido la usual: despliegue militar y mediático “con mayor penetración” y, sobre todo, “visible para la población”; arremetida contra los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos; y promesa de mayor represión. El monólogo presidencial que siguió a los hechos está plagado de expresiones que traslucen el desconcierto del amor propio herido: “los pandilleros son tontos”, “las pandillas van a pagar”, “no vamos a retroceder”, “ahora verán la verdadera fuerza del Estado”, “estamos combatiendo al mismo demonio”, “vamos a arreciar la lucha […] sin importar quién se queje”.
Es desconcertante que un mandatario que apuesta fuerte por la violencia armada haya pensado que podía librar una guerra sin bajas en sus filas. La rabia que el monólogo trasluce evidencia la insensatez con la que decide, sin medir las consecuencias. Las bajas están directamente relacionadas con la opción por la violencia. El llamado gabinete de seguridad ha calculado mal sus fuerzas y sus capacidades. Si tanto aprecia la vida de sus agentes, parece que ha llegado el momento de replantear la opción guerrerista y buscar alternativas que no los hagan correr riesgos innecesarios.
Asombrosamente, los directores del control territorial no advirtieron el peligro que corrían los agentes asesinados, pero, en cuestión de horas, identificaron y capturaron a sus asesinos. Si la persecución y la detención han sido tan eficaces, cómo explican que su inteligencia no haya detectado el peligro e impedido los asesinatos. Si los capturados son los asesinos, dicha inteligencia los conoce bien y pudo anticipar el ataque. O no son los asesinos ni existe inteligencia alguna. No sería la primera vez que el régimen presenta a inocentes como asesinos. El gabinete de seguridad debe una explicación a los familiares de los agentes y a la opinión pública. La falta de claridad y la manipulación mediática de los hechos trivializan la tragedia de los agentes y constituyen una burla cruel al dolor de sus familiares y sus amistades.
El gabinete de seguridad oculta su torpeza en la desinformación. Contrario a lo que asegura Bukele, el régimen de excepción no “ha sido vital para alcanzar múltiples resultados en la guerra contra las pandillas”. El desconocimiento del plan y sus objetivos impide apreciar esos “múltiples resultados”. Los únicos constatables son los tres agentes asesinados, la transformación de las cárceles en campos de concentración y la presencia activa de las pandillas en el territorio. De hecho, así lo reconoce él mismo, en su monólogo, al afirmar, a la defensiva, que estas “siguen afuera con la capacidad de causar mucho daño, dolor y muerte”. Un desliz iluminador que desmiente el éxito del plan de control territorial y de la excepción.
Es temerario sostener que a los organismos nacionales e internacionales de derechos humanos “no les importa” el asesinato de los agentes. Sí les importan y no es “motivo de celebración”, ni para ellos, ni para los medios de comunicación. El malogro de la seguridad lleva a desbarrar para escabullir las responsabilidades presidenciales. Precisamente, esa es la razón por la cual esos organismos sostienen que la guerra no es la solución. La contradicción disgusta mucho a Bukele, más que el fracaso de sus proyectos.
En cualquier caso, dichos organismos no son las responsables de la violencia social. Desde hace ya tres años, el único responsable de la seguridad ciudadana es Bukele y su gabinete. Su gran desacierto consiste en la incapacidad para captar la complejidad de la violencia social, en ordenar medidas simplistas y en no medir las consecuencias de decisiones arrebatadas. Ejemplo típico de ello es la orden de desplegar operativos en “zonas aledañas y otras partes relacionadas del país”, es decir, en cualquier lado, para “castigar a los responsables, sean autores materiales, intelectuales y financistas”, es decir, no sabe quiénes son en realidad. Dicho de otra manera, la seguridad ciudadana está a la deriva, al igual que las otras realidades de la vida nacional.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.