Pérdida del territorio, control de los cuerpos

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Virginia Lemus
12/04/2018

Cuando desde ciertos espacios de reflexión se trata de ofrecer pistas para analizar detenidamente algún suceso nacional, podría dar la impresión de que lo dicho es una obviedad o que llega demasiado tarde. Que insistir en hablar de derechos humanos es una abstracción, un absurdo en un país desbordado por una violencia tan abismal, la homicida, que opaca a las tanta otras —económica, de género, estructural— que en ella desembocan.

Insistir en la centralidad de la dignidad humana en un país sumido en condiciones de vida obscenas parece un sinsentido; sin embargo, no lo es porque el Estado salvadoreño, cuya primer mandato es procurar la vida y la integridad de sus ciudadanos, desafía las recomendaciones de organismos internacionales para mejorar las condiciones vitales de las mujeres o de la población privada de libertad, hace de la negación de sus derechos carta de presentación.

A riesgo de llegar tarde, vicio necesario si en lugar de reaccionar se intenta entender lo que sucede, cabe plantearse esta negativa del Estado salvadoreño a garantizar los derechos humanos de sus habitantes como una muestra de su debilidad, no como un ejercicio de poder. Cuando en el país se habla del territorio y su control por parte del Estado, esto suele asociarse al dominio de zonas físicas mediante alguna de las diferentes expresiones del militarismo, desde la simbólica ubicación de parafernalia militar en zonas de alta actividad comercial hasta el patrullaje en localidades consideradas de riesgo social. La autoritaria sociedad salvadoreña asocia la presencia militar con armonía social, asumiendo que son “los malos” quienes deben temer al Ejército.

A pesar de que todos los presidentes desde la firma de los Acuerdos de Paz han empleado a efectivos militares en labores de seguridad pública bajo la premisa de recuperar el control del territorio, la ausencia del Estado salvadoreño en amplias zonas del país es evidente. La deficitaria cobertura de la salud pública y la pobre infraestructura educativa lo evidencian.

Incluso si la seguridad pública fuese el único parámetro con el que se mide la presencia estatal en una comunidad, las pobres condiciones laborales en que se desempeña la PNC y la existencia de comunidades enteras en donde la corrupción, las pandillas o el crimen organizado constituyen ordenamientos sociales y economías paralelas a las estatales dan fe de que la presencia del Estado salvadoreño en sus territorios es pobre o nula.

Esta incapacidad de controlar o ejercer dominio sobre el territorio no debe ser entendida únicamente en relación a las zonas en riesgo social. La actual pasividad estatal ante la destrucción del sitio arqueológico Tacuscalco a manos de una constructora denota ora una sumisión práctica total al interés económico, ora una incapacidad de hacer valer el interés nacional por los bienes culturales que pertenecen a todos los salvadoreños.

Si el Estado y sus instituciones han sido físicamente expulsados de los territorios bajo control delincuencial, esto no significa que estos hayan escapado por completo a su control. Lo que el Estado salvadoreño pierde en relación a su capacidad de hacerse institucionalmente presente en los territorios es recuperado, o más bien compensado, en el control de los cuerpos que habitan esos espacios.

Tanto los cuerpos del joven pobre capturado por presunta asociación delictiva como el de la mujer presa por una emergencia obstétrica padecen un nivel de intervención estatal que no puede equipararse a ningún otro campo de la vida nacional. La imposición de las medidas extraordinarias, condenadas tanto por Human Rights Watch como por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, se devela como un ejercicio de poder desmedido ejercido contra el cuerpo del joven pobre, presuntamente delincuente, sobre quien el Estado usa toda la fuerza y control que es incapaz de emplear en los territorios de las zonas en alto riesgo social.

En el caso de las mujeres que han sufrido emergencias obstétricas, sus cuerpos se convierten en un territorio donde se disputa una feroz batalla moral por quién puede decidir sobre la vida humana en El Salvador. Amplísimos y obscenos despliegues policiales se montan a las puertas de los baños de los institutos y los apartamentos donde mujeres con poco o ningún acceso a un sistema de salud paupérrimo y victimizante ven cómo sus emergencias de salud son convertidas en delitos.

En los cuerpos del reo y de la mujer que padece una emergencia obstétrica se materializa la frustración de un Estado débil y reaccionario, incapaz de pensar a mediano plazo o siquiera más allá de la contienda electoral y de lo que al Gobierno de turno le granjee apoyo popular. Dado que su presencia en los territorios de las comunidades es ahora esporádica, el Estado expresa su autoritarismo en los cuerpos que caen bajo su tutela.

Cualquier reflexión de la sociedad salvadoreña sobre los derechos humanos haría bien en partir desde una categoría de análisis que se plantee el cuerpo como territorio donde el Estado manifiesta su veta más autoritaria y su control más estricto. Sea vía el desdén absoluto por la vida del joven privado de libertad o la milimétrica atención a las decisiones reproductivas de las mujeres, es decir, sea vía el abandono o la excesiva tutela de ciertos cuerpos, la institucionalidad toma voraz posesión de las vidas que habitan los territorios de los cuales el Estado ha sido expulsado.

Partir del estudio del cuerpo como territorio en que se manifiesta el control estatal enriquecería sobremanera nuestro entendimiento de la sociedad salvadoreña, la evolución de su veta autoritaria y las posibilidades de su transformación. Quizá entonces, cuando reconozcamos esta dimensión política de nuestros cuerpos, podamos comprender la extensión de lo que implica defender la dignidad humana y la vida en El Salvador.

* Virginia Lemus, de Vicerrectoría Académica

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