Piquito

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Omar Serrano
01/12/2025

Traté a Piquito más de la mitad de mi vida. Mi primer encuentro con él fue en Panamá, cuando recibí el curso Fe y Política, un binomio cuya separación neutraliza y hasta condena el compromiso con la justicia. Para Piquito, ambas eran inseparables: la lucha por la justicia es una consecuencia de la fe cristiana. En aquella primera ocasión, se presentó como Juan Hernández Pico, pero dijo que, por el tamañito, le llamaban Piquito. Y así fue desde entonces para muchos. Nació el 24 de abril de 1936 en Bilbao, España. A lo largo de sus 89 años, le tocó vivir en una época de cambios o, quizá más apropiadamente, un cambio de época. Tres meses después de su nacimiento, en julio de 1936, ocurrió el levantamiento inconstitucional militar contra la República que provocó una guerra civil y que tres años después instauró la dictadura de Francisco Franco que se prolongó hasta la muerte de este, en 1975.

Entre las muchas afectaciones que pudo tener en esa época, a Piquito le marcó no haber aprendido a hablar el euskera, el idioma vasco, porque la dictadura prohibió hablar idiomas regionales como el catalán, el gallego y el euskera. Durante ese período, Piquito estudió en colegios jesuitas y ahí descubrió su vocación. En el colegio, sintió el llamado a seguir a Jesús siendo misionero. Entró al noviciado de Orduña a los 17 años, en 1953. Durante el mes de Ejercicios Espirituales que hacen de rigor los nuevos jesuitas, le puso destino a ese llamado misionero pidiendo venir a Centroamérica. Pero tuvo que esperar varios años para hacerlo realidad; una enfermedad grave de su padre que se prolongó hasta su muerte en 1957 demoró su destino.

Lo primero que se podría decir de Piquito es que el centro de su vida fue Jesucristo. Y de ahí viene todo lo demás. En su relato autobiográfico nos narra cómo sintió el llamado en los Ejercicios Espirituales del noviciado: “Un amor personal a Jesucristo ya nunca desaparecido”. Años más tarde, ya siendo sacerdote, en otros Ejercicios: “Dios en la vida me había dejado listo para asumir el amor de mi vida y vivir de él: Jesucristo y, en Él, la gente pobre”. Ese amor a Jesús crucificado y a los pobres lo hizo una persona disponible para ir donde se le necesitara. Sintió que depender de la voluntad de Dios era vivir “al viento del Espíritu” (por eso tituló su libro autobiográfico Luchar por la justicia al viento del Espíritu), lo que se tradujo en una actitud permanente que lo llevó a experimentar tiempos hermosos y tormentosos, alegrías y tristezas, experiencias de vida y de muerte.

Otra característica de Piquito es que, siendo un apasionado por Jesús y su Reino, el seguimiento lo hizo siempre acompañado. No me lo imagino viviendo solo. Su vida transcurrió haciéndole honor a la orden a la que pertenecía y amaba, tratando de ser compañero de Jesús, pero también de otros con los que compartía el mismo carisma. Piquito tenía facilidad para hacer amistades, característica que no todos comprendían. Sabía querer entrañablemente y se dejaba querer también. Casi siempre, según mi experiencia, la iniciativa venía de él; profundizar la amistad dependía del otro. La sonrisa con la que lo conocí en Panamá nunca desapareció con los años en cada encuentro, incluso en el último, unos días antes de su muerte. Y esta actitud no se limitaba a los jesuitas; hizo amistades entrañables también con muchas personas de fuera de la Compañía.

El deseo de ir a Centroamérica se le cumplió hasta 1960, cuando vino para hacer la etapa de magisterio en el colegio Javier de Panamá. Ahí coincidió con el que sería uno de sus grandes amigos, César Jerez, a quien consideraba un hermano. Piquito decía que fue adoptado por la familia Jerez, aunque probablemente él primero los adoptó a todos ellos. No tengo dudas, aunque nunca hablé con él al respecto, que esta filiación, unida a la experiencia de la comunidad de la Zona 5 en Guatemala, incidió para que se hiciera guatemalteco, como a él le gustaba presentarse. A Piquito no se le entiende sin los amigos y compañeros de su generación, como Ricardo Falla, Javier Gorostiaga, Iñaki Zubizarreta, Xavier Zarrabe y muchos otros, cuyos nombres estaban escritos en su corazón. Pero también tuvo la apertura de hacer amistad con las generaciones que venían después, incluso con quienes había una gran diferencia de edad. Haber sido responsable de etapas de la formación y profesor, facilitó esas amistades. Fue un acompañante espiritual cercano, presto al consejo, comprensivo con las debilidades del otro, pero sin dejar de ser asertivo a la hora de la corrección fraterna.

Al interior de la Iglesia, a Piquito también le tocó vivir un momento fundamental. Entró con los jesuitas antes del Concilio Vaticano II, que lo vivió estudiando teología con sus compañeros en Frankfurt. Según sus propias palabras: “Durante la etapa de teología (1963-1967), lo más importante de nuestras vidas fue el Concilio Vaticano II”. Contaba que lo habían seguido de cerca gracias, en parte, a que tres jesuitas profesores suyos fueron también peritos conciliares y los mantenían al día de su desarrollo. Personalmente, creo que para su grupo y para la dirección de la Compañía de Jesús el Concilio no fue un terremoto inesperado, sino más bien una confirmación de lo que ya venían haciendo, pensando y sintiendo.

Desde su llegada a Panamá a la etapa de magisterio, ya Piquito y César Jerez tenían en mente fundar en Centroamérica un Centro de Investigación y Acción Social, como había en otras provincias de América Latina. Esa idea siguió madurándose durante los estudios de teología. Sobre lo que ya hacían y el Vaticano II, Piquito escribió: “Estábamos de verdad en la fidelidad católica cuando nos íbamos a poner a buscar a partir de la fe y, a través del análisis, de la investigación, de la crítica, de la denuncia y de la propuesta, ‘soluciones plenamente humanas’ para una realidad tan injusta como la que sufríamos en Centroamérica”.

Después de la teología y ya ordenados, un “provincial visionario” —como le gustaba decir—, Luis Achaerandio, envió a un grupo de jesuitas a realizar estudios especiales en sociología, antropología, economía y otras disciplinas, con miras a crear el Centro. El proyecto se hizo realidad en 1973 cuando fundaron la comunidad de la Zona 5, un área populosa de la capital guatemalteca de la que todos sus integrantes, unos años después, tuvieron que salir al exilio por las amenazas contra ellos. Piquito y su grupo fueron los precursores de lo que es hoy el apostolado social de la Compañía en Centroamérica.

Por su formación, Piquito se movió en esa siempre difícil frontera entre la sociología y la teología. Trataba de estar al tanto de las novedades en esas y otras disciplinas. Fue al primero que le escuché hablar de Manuel Castells y de la “era de la información” en la que la humanidad entraba. Incluso disertó sobre esta temática en el primer Encuentro Centroamericano de Análisis de la Realidad del año 2002, realizado en El Progreso, Honduras. Sin saberlo, estábamos entonces en el preludio de los cambios vertiginosos que traerían las TIC y que ahora, según parece, definen el orden mundial. Además, Piquito tenía una memoria privilegiada, lo que le ganó el mote de “la memoria de la provincia”. Por eso, en sus últimos años, a él le dolía que la memoria le fallara, pero, como en otras ocasiones, lo supo tomar con humildad.

Se pueden decir muchas otras cosas importantes sobre alguien de quien tuve el privilegio de contarme entre sus muchos amigos y amigas. Pero no es esa la intención. Creo que cae por su peso que al describir a Piquito, he descrito al jesuita amante de Jesucristo y de los pobres, luchador por la justicia, con una sólida preparación académica, valiente para decir la verdad, consciente de sus fallos y limitaciones, y con una gran capacidad de compartir sus conocimientos en las aulas y en comunidades; y también de compartir la mesa con los preferidos de Dios en la Zona 5, en el Ixcán, en Arcatao o en Santa María Chiquimula.

A lo largo de su vida, Piquito experimentó dos temores. Uno era la soledad, quedar abandonado. Otro era el olvido, que se olvidaran de él. Creo que ambos temores no pasaron de serlo. Vivió toda su vida en compañía y siendo querido por muchos; murió rodeado de compañeros que estuvieron con él hasta el último momento. Hasta siempre, querido Piquito.

 

* Omar Serrano, de la Vicerrectoría en Proyección Social. 

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