A raíz del amaño de partidos de fútbol, en el que han estado involucrados jugadores de la Selección Nacional, se ha vuelto a hablar de crisis de valores como uno de los principales problemas de la sociedad salvadoreña. Las crisis suelen entenderse como una discontinuidad y una perturbación dentro de la normalidad de la vida. Y en nuestro caso, la "normalidad de la vida" se ha roto y se ha distorsionado no solo ni principalmente por la corrupción del fútbol, sino, sobre todo, por problemas estructurales de larga data. Uno de los rasgos más emblemáticos de esa crisis estructural es la falta de credibilidad, que se manifiesta como desconfianza de los ciudadanos en las instituciones, en los políticos y sus partidos, en los líderes sociales, empresariales, religiosos, y se extiende ahora a los deportivos.
Pero el deterioro moral del país viene de lejos, no es coyuntural ni se concentra en el ámbito futbolístico. Obedece, más bien, a una estructuración de la sociedad donde se fusiona poder-corrupción-impunidad. Fue denunciado, en su momento, por monseñor Óscar Romero. En coincidencia con el pensamiento de la Tercera Conferencia Episcopal Latinoamericana (Puebla), afirmó que el deterioro creciente del cuadro político-social es consecuencia de la corrupción en los sectores de poder que causa graves daños a la gran mayoría, especialmente, a los más pobres y débiles. En ese sentido, denunció la prostitución de la justicia y el atropello de la dignidad del ser humano; la impunidad de tantos horrorosos crímenes; el silencio cómplice ante muchas violaciones de la Constitución; las maniobras con que muchos empresarios irrespetan los derechos de los trabajadores; la sustracción o malversación de fondos públicos; la compraventa infame de la dignidad ajena; las modernas formas de chantaje; el manejo de medios de comunicación social mediante presiones o sobornos hábiles para calumnias, denigraciones y otros fines ajenos a la verdad.
En otro contexto cultural e histórico, pero con igual agudeza crítica, este vínculo perverso entre poder-corrupción-impunidad fue expuesto por Platón en uno de los libros de la República, por medio de una ingeniosa leyenda. Se trata de la leyenda del anillo de Giges, que vale la pena conocer o volver a recordar. Leamos lo que allí se dice:
Demos a todos, justos e injustos, licencia para hacer lo que se les antoje, y después sigámosles para ver adónde llevan a cada cual sus apetitos. Entonces sorprenderemos en flagrante al justo recorriendo los mismos caminos que el injusto, impulsado por el interés propio, finalidad que todo ser está dispuesto por naturaleza a perseguir como un bien, aunque la ley desvíe por fuerza esta tendencia y la encamine al respeto de la igualdad. Esta licencia de la que yo hablo podrían llegar a gozarla, mejor que de ningún otro modo, si se les dotase de un poder como el que cuentan tuvo el lidio Giges.
Dicen que era un pastor que estaba al servicio del entonces rey de Lidia. Sobrevino una vez un gran temporal y terremoto; se abrió la tierra y apareció una grieta en el mismo lugar en que él apacentaba. Asombrado ante el espectáculo, descendió por la hendidura y vio allí, entre otras muchas maravillas que la fábula relata, un caballo de bronce, hueco, con portañuelas, por una de las cuales se agachó a mirar y vio que dentro había un cadáver, de talla al parecer más que humana, que no llevaba sobre sí más que una sortija de oro en la mano; el pastor se la quitó y salió.
Cuando, según costumbre, se reunieron los pastores con el fin de informar al rey, como todos los meses, acerca de los ganados, acudió también él con su sortija en el dedo. Estando, pues, sentado entre los demás, dio la casualidad de que volviera la sortija, dejando el engaste de cara a la palma de la mano; e inmediatamente cesaron de verle quienes le rodeaban, y con gran sorpresa suya, comenzaron a hablar de él como de una persona ausente. Tocó nuevamente el anillo, volvió hacia fuera el engaste, y una vez vuelto tornó a ser visible. Al darse cuenta de ello, repitió el intento para comprobar si efectivamente tenía la joya aquel poder, y otra vez ocurrió lo mismo: al volver hacia dentro el engaste, desaparecía su dueño, y cuando lo volvía hacia fuera, lo veían de nuevo. Hecha ya esta observación, procuró al punto formar parte de los enviados que habían de informar al rey; llegó a palacio, sedujo a su esposa, atacó y mató, con su ayuda, al soberano y se apoderó del reino.
Pues bien, si hubiera dos sortijas como aquella, de las cuales lleve una puesta el justo y otra el injusto, es opinión común que no habría persona de convicciones tan firmes como para preservar en la justicia y abstenerse en absoluto de tocar lo de los demás, cuando nada le impedía dirigirse al mercado y tomar de allí sin miedo alguno cuanto quisiera, entrar en las casas ajenas y fornicar con quien se le antojara, matar o libertar personas a su arbitrio, obrar, en fin, como un dios rodeado de mortales. En nada diferirían, pues, los comportamientos del uno y del otro, que seguirían, exactamente el mismo camino.
La conclusión de la leyenda muestra una profunda crisis ética: cuando se tiene poder, se pierden las razones para obrar de manera justa y transparente. Dicho de otro modo, lo justo se acepta no porque sea bueno, sino porque no se tiene el poder suficiente para cometer la injusticia. Cuando se tiene asegurado el poder, los principios se minan y prevalece el oportunismo; el dinero se constituye en el principal valor; los que integran instituciones del Estado las dirigen como si fuesen patrimonio propio o de sus partidos; no se respetan ni los derechos ciudadanos ni los derechos de la naturaleza. Entonces, se piensa que las normas se hicieron para violarlas, que el inteligente es el que roba y no lo descubren; en cambio, el tonto es el que está en la cárcel; se cree que con dinero se resuelve todo y que las leyes se pueden irrespetar porque, aunque se amenace con el castigo que puede caer sobre el infractor, estas no lo tienen cuando se trata de aplicarlas a personas con poder. Platón dirá que el que no obra el bien es porque no lo conoce. De ahí que considera a la educación como el medio positivo para modelar la conducta humana en la dirección conveniente para producir un Estado armónico, una vida buena y un ciudadano bueno.
En El Salvador, hace unos años diversas instituciones sociales hablaban de transformar la educación en un verdadero instrumento para actualizar el potencial ético de los salvadoreños. Esa transformación implicaría, entre otros aspectos, inculcar una base ética como herramienta para la convivencia social; devolverle a la persona el contacto con su esencia, estimulando la reflexión y la formación de actitudes cordiales; estimular una actitud crítica y constructiva, evitando el empobrecimiento de la conciencia y la actitud consumista; cultivar la visión y el sentido del compartir en lugar del competir. En otras palabras, recuperar la educación no solo en su dominio de habilidades técnicas, sino también en dominar las habilidades sociales y éticas.
Claro está que para limitar y frenar la dinámica poder-corrupción-impunidad, habría también que fortalecer la independencia y credibilidad de las instituciones responsables del control de la función pública y de la rendición de cuentas de los funcionarios; orientar las políticas gubernamentales hacia el servicio de la nación y no de sectores particulares y de interés económico o político; y exigir a los partidos políticos más transparencia en la información de las fuentes de financiamiento de sus actividades. Pero el mejor antídoto sería una ciudadanía crítica, participativa y consciente de sus derechos y responsabilidades. Es decir, personas éticas, con un profundo sentido de la justicia y la compasión.