Más allá de las manifestaciones y los reclamos, cada 1 de mayo debemos reflexionar sobre el valor del trabajo. La realidad nos dice que este es visto por algunas personas como un simple medio para subsistir. En demasiados países el salario mínimo es demasiado mínimo, precisamente por esa creencia falsa de que el valor del trabajo equivale a la reposición de la fuerza que se gasta en la actividad laboral. Y por supuesto, quienes así piensan creen que el trabajo debe estar al servicio del capital. No lo dicen tan claramente, pero lo practican de forma evidente. Baste ver cómo el dueño de los medios de producción se pone siempre un ingreso mucho mayor que lo que paga a quienes manejan esos mismos medios.
Lo que nos dice tanto la razón como la religión (al menos la cristiana) es que el trabajo es más valioso que el capital. El capital son cosas, mientras que el trabajo es una realidad humana. No hay capital sin trabajo humano previo, sin creatividad laboral, sin inteligencia de las cosas. El capital tiene su importancia, pero las “capacidades de los empresarios, que son un don de Dios, tendrían que orientarse claramente al desarrollo de las demás personas y a la superación de la miseria”, nos dice el papa Francisco. En otras palabras, tanto el empresario como el capital deben estar al servicio del desarrollo humano. Por eso, diría Ellacuría ya hace años, “nadie tiene derecho a lo superfluo cuando todos no tienen lo necesario”. El destino universal de los bienes, antigua, grande y permanente tradición de la Iglesia, deja claramente al capital al servicio del trabajo.
Los seres humanos, llevados por la codicia y por el afán de poder que da el dinero, aprovechamos cualquier discurso o cualquier maniobra para resaltar el poder y el supuesto valor máximo del capital. El consumismo nos lleva a permanecer indiferentes ante la explotación del trabajador. E incluso a alegrarnos de los precios bajos, sin pensar ni averiguar lo que ciertos precios baratos pueden significar de hambre y de explotación en otros países del Tercer Mundo. El machismo contribuye también a que las mujeres enfrenten serias desventajas en el mundo del?trabajo. El Banco Mundial, nada sospechoso de radicalismo, nos dice que a las mujeres se les paga menos que a los hombres, incluso cuando hacen lo mismo. Y lo explica no acusando a la mujeres de ser poco productivas, sino insistiendo en “prácticas discriminatorias, normas sociales y patrones de conducta que las conducen a oficios peor remunerados y a menos progresos en su trayectoria laboral”. Prácticas detrás de las cuales está sin duda la codicia y el abuso del capital.
San Pablo tiene una dicho famoso: “El que no trabaje que no coma”. Y es que el trabajo nos hace personas y debe contribuir a nuestro propio desarrollo personal. Un profesor de teología moral, a mediados del siglo XIX, acuñó un nuevo concepto de justicia: “justicia social”. Y la definía como la virtud que “debe igualar de hecho a todos los hombres en lo tocante a los derechos de humanidad”. Y los derechos humanos ya sabemos que exigen mucho más que subsistir malamente con un salario deficiente. La Organización Internacional del Trabajo tiene como lema la justicia social. En El Salvador, la justicia social aparece en la Constitución como una responsabilidad del Estado frente a la población; en otras palabras, los gobiernos están obligados a promoverla. Pero con frecuencia más bien han servido con mayor esmero al capital que al trabajo. Y dejan, además, al trabajo en una relación de supeditación y abandono.
El Día del Trabajo, 1 de mayo, solo tiene sentido si nos comprometemos a construir la justicia social y a hacer que el trabajo, por encima de los objetivos del capital, tenga como fin principal, como decía Ellacuría, “el perfeccionamiento del ser humano”. Eso superaría la explotación y contribuiría a la autorrealización de las personas y al desarrollo económico y social.