Recientemente, el 13 de mayo, en la misa celebrada en honor a la Virgen de Fátima, el cardenal Gregorio Rosa Chávez advertía que estamos en un país “con demasiado odio, muchísima sed de venganza, muchísimo resentimiento". Todo lo contrario a lo que nos pide la fe cristiana, que habla del amor como el imperativo fundamental de la acción y que exige que, sin renunciar a la justicia, se trate a toda persona como a un ser humano con dignidad, incluso a aquellos que se comportan inhumanamente. Y por supuesto, todo lo contrario también a un espíritu humanista que poniendo el interés mayor en la restitución de la dignidad de la víctima, es al mismo tiempo consciente de la necesidad estatal de preocuparse por la rehabilitación del victimario. Centrarse en el castigo del delincuente y pensar que el dolor de este compensa a la víctima o produce consuelo en los parientes de la misma solo puede ser visto como parte de un pensamiento poco humano. Alegrarse con el sufrimiento tanto del delincuente como de su familia no es más que un acto vulgar y un modo de expresar una conciencia cruel. La inhumanidad del delincuente no se corrige tratándolo inhumanamente. Requiere castigo, es evidente, pero no venganza. Si además el ansia de venganza justifica la arbitrariedad de la justicia y el abuso contra inocentes, la situación se vuelve de total rompimiento de valores sociales.
Ante el delito, el primer paso es mirar a la víctima, facilitar su reintegración positiva a la vida, darle los apoyos que necesite y ayudarla a recuperar la dignidad, la seguridad y la confianza en la sociedad que el delincuente le había arrebatado. El segundo paso es imponer una sanción al delincuente que le fuerce a reflexionar sobre su conducta, sobre el fracaso de acciones violentas o antisociales, y que le posibilite un cambio de actitud ante la vida y ante las personas. Solo así tenemos la posibilidad de ir creando una sociedad donde florezca y se desarrolle lo que el papa Francisco llama la “amistad social”. Asociarse para vivir y disfrutar juntos la vida es una de las mayores satisfacciones que puede tener el ser humano y una de las más importantes fuentes de felicidad. El odio divide y, al mismo tiempo que separa a los seres humanos, produce desconfianza, inseguridad y tendencia a buscar enemigos entre aquellos que le rodean a uno. El odio destruye; la solidaridad con la víctima y el demostrar al delincuente que más allá del castigo impuesto se le sigue considerando un ser humano, crea comunidades estables y con seguridad humana.
En El Salvador, con demasiada frecuencia, a la víctima se la olvida pronto. Y no digamos si es víctima del propio Estado, que ha sido y sigue siendo el gran patrón de la impunidad de los poderosos. Al victimario común se busca humillarle, castigarle y, en la medida de lo posible, despersonalizarle. Para muchas personas, la venganza es la mejor forma de justicia. Y piden que el Estado la lleve a cabo. Lo lamentable es que el Estado dé pábulo a ese tipo de posición imponiendo castigos generales, tratando de la misma manera a posibles delincuentes y a personas que no podrían ser llevadas a juicio en circunstancias normales. Todo sistema de investigación, por bueno que sea, puede cometer errores al perseguir a delincuentes o al enjuiciarlos. Pero perseguir sin investigar y juzgar sin garantías procesales no es digno de una democracia ni de una sociedad humana, que necesariamente debe construirse sobre la solidaridad, la amistad social, la justicia y la verdad.
Ya hace muchos siglos decía Aristóteles que “la ciudad es la asociación civil con miras a obtener el bienestar y la virtud para beneficio de las familias y de las diversas clases de habitantes [...] La fuente de todas estas instituciones es la amistad y este sentimiento es el que mueve al hombre a preferir la vida en común”. Por supuesto que a buena parte de nuestros compatriotas no les importa lo que decía Aristóteles ni les interesa la opinión de quien no comparte la sed de venganza y la idolatría de la violencia y arbitrariedad estatal. Pero el Estado, que debe regirse por la racionalidad y por sentimientos de humanidad, no debe bajo ningún punto abandonar sus responsabilidades de respetar la dignidad humana de todos los ciudadanos. Si no lo hace, termina conduciendo al caos y a la infelicidad a todos aquellos a los que engaña prometiéndoles un futuro mejor.