Dos días sangrientos han bastado para echar por tierra el Plan Control Territorial, una de las joyas de la corona más apreciadas por Bukele. El súbito aumento de los homicidios, 14 el viernes y 62 el sábado, pusieron en evidencia que quien controla el territorio son las pandillas. Dos días antes, para mayor escarnio, la prensa oficialista mostró al ministro de Defensa y al jefe de la Policía inaugurando la cuarta fase de dicho plan. Las pandillas no solo aumentaron los homicidios, sino que, al hacerlo, dejaron a Bukele desconcertado. El régimen de excepción no es la respuesta adecuada. La crisis no ha sido provocada por la asociación y manifestación de personas. Suprimir el derecho de defensa y prolongar la detención administrativa no viene al caso. Interceptar las comunicaciones no añade nada, porque el régimen ya lo hace. Y las redadas y las vejaciones no necesitan de dicho régimen. La medida pretende más bien mostrar a un mandatario decidido y duro.
La provocación ocurre, justamente, cuando este recibe como jefes de Estado a fanáticos de las criptomonedas, o “inversionistas”, según el oficialismo. Mientras Bukele los halaga con viajes en helicóptero, cenas de gala, visitas turísticas y regalos costosos —todo a cuenta del contribuyente— para que adquieran los Bonos Volcán, las pandillas asesinan indiscriminadamente y abandonan, desafiantes, los cadáveres en la vía pública, testigos mudos de su poder de fuego, de su brutalidad y de su impunidad. El fantasioso mundo de Casa Presidencial es completamente distinto al de la calle. El elevado gasto militar, policial y tecnológico ha resultado de poca utilidad para proteger a la población. La enajenación presidencial de la realidad nacional es total.
Sorprendido por las pandillas, a Bukele no se le ha ocurrido nada mejor que imponer el régimen de excepción. La decisión, según su propia confesión, la tomaron mientras “tratamos de descifrar lo que está pasando y quiénes están detrás”, es decir, es una decisión a ciegas. La suspensión de garantías constitucionales no neutralizará a los pandilleros. De hecho, el estado de excepción no impidió siete homicidios más. La redada de miles de personas, por tener, según la Policía, “algún tipo de vinculación” con los homicidios, satisface a las mentes autoritarias y represivas, pero evade la raíz del conflicto. La Fiscalía difícilmente podrá probar ante un juez imparcial esa vinculación. Tampoco le interesa, dado que el fiscal está en plan de “cacería”. En cualquier caso, si la afirmación policial es verdadera, por qué no las capturaron antes y así habrían evitado los homicidios.
La reacción del régimen revela la naturaleza de la crisis de seguridad. Los pandilleros han gozado de libertad hasta ahora, gracias a un entendimiento con Bukele que luego, por una razón ahora desconocida, se rompió. Mientras aquellos reducían los homicidios, el presidente se congratulaba del éxito de su Plan Control Territorial. El aumento repentino de los asesinatos lo ha dejado en el aire. Desorientado, furioso e impotente, Bukele ha lanzado una serie de órdenes incoherentes. A los pandilleros, que “paren de matar ya o [los detenidos] la van a pagar también”, ya les “decomisamos todo, hasta las colchonetas para dormir, les racionamos la comida y ahora ya no verán el sol”. A los jefes policiales y militares, “dejar que los agentes y los soldados hagan su trabajo y […] defenderlos de las acusaciones de quienes protegen a los pandilleros”, es decir, que disparen a matar sin temor, ya que gozan de impunidad. De esa manera se cumple la amenaza del carcelero mayor, quien advirtió a los pandilleros que “ya no van a alcanzar a llegar a un penal”. A los jueces que “favorezcan a los delincuentes”, es decir, que cumplan la ley, no los perderá de vista, porque la justicia del régimen es vejatoria y vengativa.
Las pandillas asesinaron más de lo permisible para presionar a Bukele. Tal vez, como insinúa un diputado, por razones económicas. Bukele, por su lado, les ha respondido con la persecución de los pandilleros en libertad y empeorando aún más las ya malas condiciones de los penales. De esa manera, tal vez sin pensarlo, ha legitimado a las pandillas como su contraparte. En medio deja a la población, víctima de los desvaríos de ambos. Bukele no busca acabar con las pandillas como aparenta, sino que vuelvan a la mesa de negociación. El planteamiento es incomprensible, porque su posición para negociar es débil. Las pandillas controlan el territorio y él debe ceder a sus demandas para salvar su gestión y su cara. Dicho de otra manera, Bukele es rehén de las pandillas.
La única manera de escapar de esa trampa, en la cual él mismo se metió, es reconocer que la negociación con las pandillas fue un grave error y lanzar un plan integral de seguridad ciudadana. En la práctica, ambas cosas son impensables. El narcisismo es una barrera infranqueable. La presidencia de Bukele depende de las pandillas.
* Rodolfo Cardenal, director del Centro Monseñor Romero.