En el marco del Día Mundial de los Refugiados, se dio a conocer el informe anual de la Agencia de la ONU para los Refugiados. El dato sobresaliente del documento es que los conflictos, la violencia y las persecuciones causaron en 2016 65.6 millones de desplazados en todo el mundo. Es la cifra más alta desde que se iniciaron estos registros: 300,000 personas más que en 2015 y más de seis millones que hace dos años.
Dentro de esa cifra global, se encuentra el mayor número de refugiados jamás registrado: 22 millones y medio, el 0.3% de la población mundial. Como se sabe, los refugiados son aquellas personas que huyen de conflictos armados o son víctimas de la violencia. Son visibilizados con ese término, “refugiados”, porque para ellos es muy peligroso volver a su país y, por tanto, necesitan asilo en algún otro lugar. Socorrerlos implica protección contra la devolución a los peligros de los cuales han huido, y acceso a procedimientos de asilo justos y eficientes. Según el informe, los conflictos que más obligan a huir son los de Siria, Sudán del Sur, Irak y Afganistán. Y los países que recibieron más desplazados son Turquía y Pakistán: 2.9 millones y 1.6 millones, respectivamente.
El informe destaca la importancia de los datos estadísticos a la hora de abordar las necesidades de los refugiados, caracterizados por su gran vulnerabilidad, pero también por su gran tenacidad. Para garantizar que ninguno quede excluido de atención, sus carencias no deben ser consideradas de manera genérica o indiferenciada. Ahora bien, reconociendo esta relevancia numérica, en ningún momento hay que descuidar la recomendación que hacía el papa Francisco con respecto a los refugiados y migrantes: “La relación con la persona de carne y hueso […] nos ayuda a percibir las profundas cicatrices que lleva consigo a causa de ese desplazamiento forzoso”. Esa relación personal “ayudará a dar respuestas factibles en favor de los refugiados y emigrantes y de los países receptores, asimismo contribuirá a que los acuerdos y las medidas de seguridad sean examinadas desde la experiencia directa”.
Dicho en otras palabras, los 65.6 millones de desplazados no son solo una cifra, sino multitud de rostros y de historias. Los siguientes testimonios muestran algo del drama que está detrás de la cifra. “Dejé Somalia y estoy simplemente viajando. No tengo hogar. Somos vagabundos sin casa y estamos perdidos, indefensos”. “En Damasco hay armas en todas partes. Tenemos dos opciones: empuñar un arma o morir. Decidimos abandonar nuestro hogar para vivir". “Dejamos Siria hace tres meses. Vivir en Damasco es realmente difícil porque no tenemos electricidad, no hay comida y hay enfrentamiento”. Como puede inferirse, tras estos relatos hay hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, y, en muchos casos, familias completas, que huyen de su país para sobrevivir. Estamos ante situaciones límite, de vida o muerte, que lleva a una movilización que puede durar semanas, meses o años.
En definitiva, tras estas historias se pone de manifiesto el arraigo a la vida: a pesar de haber perdido sus hogares, sus empleos y en algunos casos a sus familias, no se dan por vencidos y buscan una manera de empezar de nuevo. Frente a las más de 65 millones de personas que se han visto obligadas a huir de la guerra, la persecución y la violencia, se considera literalmente como criminales las políticas de “seguridad” que tiendan a blindar fronteras y a levantar muros. Y se estiman necesarios y urgentes los llamados a estar atentos al clamor de refugiados y migrantes. En esta línea, hay que tomar nota de las palabras del alto comisionado de la ONU para los refugiados, Filippo Grandi, cuando invita a la solidaridad activa:
Hagamos una pausa y contemplemos el destino de millones de personas que no pueden retornar a sus hogares […] debido a la guerra o la persecución […], será el momento para preguntarnos qué puede hacer cada uno de nosotros para superar la indiferencia o el temor, y abrirnos a la idea de la inclusión para acoger a las personas refugiadas en nuestras comunidades, y contrarrestar los discursos que buscan excluir y marginar a los refugiados y a otras personas desplazadas.
Significativos son también los gestos y palabras que el papa Francisco ha mostrado durante su pontificado. En Lampedusa habló de la necesidad de despertar nuestras conciencias ante los inmigrantes muertos en el mar. Interpeló recurriendo a preguntas de fondo:
¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca? ¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por esos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de sufrir “con”. ¡La globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!
Y en la exhortación Evangelii gaudium, coloca a los refugiados y migrantes en el centro de su ministerio. Ahí afirma:
Es indispensable prestar atención para estar más cerca de las nuevas formas de pobreza y fragilidad donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente […], los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos.