Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el hambre mata a más personas cada año que el sida, la malaria y la tuberculosis juntas. Los datos que registra son dramáticos: 870 millones de personas en el mundo pasan hambre; las mujeres, que constituyen un poco más de la mitad de la población mundial, representan más del 60% de las personas con hambre; la desnutrición aguda mata cada día a 10 mil niños (sin embargo, los países no la reconocen como un problema de salud pública); la gran mayoría de personas con hambre (98%) vive en países pobres, donde el 15% de la gente está desnutrida. El número de personas con hambre en América Latina es de 49 millones; y en El Salvador, de un millón.
Este año, con motivo del Día Mundial del Medio Ambiente, se ha vuelto a plantear la necesidad de reducir el hambre y buscar el bienestar de los más vulnerables. La idea fuerza ha sido "Piensa. Aliméntate. Ahorra. Reduce tu huella alimentaria", que parte de una grave constatación: vivimos en un mundo de abundancia, en el que la producción de alimentos supera con creces la demanda. Sin embargo, como ya se apuntó, cientos de millones sufren de desnutrición. Sobre la urgencia de corregir este mal común hemos escuchado, en el marco de esta celebración, tres mensajes que destacan por plantear verdaderos retos en la búsqueda del futuro incluyente y equitativo que deseamos.
El primero fue pronunciado por el Secretario General de la ONU. Ban Ki-moon señala un hecho escandaloso: "Hoy en día, al menos un tercio de todos los alimentos que se producen no llegan de la granja a la mesa. Esto es, ante todo, una afrenta a quienes padecen hambre, pero también representa un enorme costo ambiental en términos de energía, tierras y agua". Luego, el Secretario General sugiere las siguientes propuestas: "La infraestructura y la tecnología pueden reducir la cantidad de alimentos que perecen después de la cosecha y antes de llegar al mercado. Los Gobiernos de los países en desarrollo pueden trabajar para mejorar la infraestructura básica y potenciar al máximo las oportunidades de comercio con los países vecinos; los países desarrollados pueden apoyar el comercio justo y racionalizar las fechas de caducidad y otros sistemas de etiquetado; las empresas pueden examinar los criterios que aplican para rechazar productos agrícolas; y los consumidores pueden reducir al mínimo los desperdicios comprando solo lo que necesitan y aprovechando los restos de comida". Y termina con la siguiente exhortación: "Todos aquellos que intervienen en la cadena alimentaria mundial deben asumir la responsabilidad de adoptar sistemas alimentarios ecológicamente sostenibles y socialmente equitativos (...) para avanzar hacia el objetivo de lograr un mundo en que todos tengan suficiente para comer".
El segundo mensaje es del papa Francisco, quien ha recordado la urgencia de una ecología humana, porque lo que está en peligro no solo es el medioambiente, sino también las personas concretas. Y a manera de denuncia expresó lo siguiente: "Lo que hoy dispone no es el hombre, es el dinero (...) la plata manda (...) a los hombres y a las mujeres se les sacrifica ante los ídolos del lucro y del consumo: es la ‘cultura de lo descartable’. Si se rompe un ordenador, es una tragedia, pero la pobreza, los necesitados, los dramas de tantas personas terminan siendo normales (...) Si en muchas partes del mundo hay niños que no tienen nada que comer, eso no es noticia, parece normal (...) Por el contrario, una reducción de diez puntos en las bolsas de algunas ciudades es una tragedia". Y con respecto a la insensibilidad que produce la cultura del consumo sin límites, el papa dijo: "El consumismo nos ha hecho tener que acostumbrarnos a un exceso y desperdicio cotidiano de la comida, a la cual a veces ya no somos capaces de darle el justo valor, que va más allá de simples parámetros económicos". En seguida, a manera de interpelación, el obispo de Roma recordó que "la comida que se desecha es como si fuese robada de la mesa de los pobres, de los hambrientos".
Finalmente, Acción contra el Hambre, organización humanitaria internacional que combate la desnutrición infantil y busca posibilitar los medios de vida a las poblaciones vulnerables, ha manifestado que el hambre, a la que deben enfrentarse cada día 870 millones de personas, no es una fatalidad a la que una parte de la humanidad esté predestinada. "Es resultado de la injusticia. De la violación del derecho fundamental de toda persona a disponer, en todo momento, de alimentos en cantidad y calidad suficiente que le permitan vivir una vida digna y saludable". Y nos recuerda las causas que producen ese flagelo: "Alza en los precios de los alimentos en el mercado internacional, políticas comerciales injustas, pobreza, falta de acceso a agua potable, situación de discriminación de la mujer, desastres naturales, violencia y conflictos armados", entre otros.
En suma, frente a la pandemia del hambre, que no es un destino, sino una condición excluyente, los mensajes aquí reseñados plantean la necesidad y la urgencia de proyectar actitudes humanizadoras, personales e institucionales, que cultiven la conciencia, la compasión y el compromiso. Conciencia, para situarnos ante el hambre de millones de personas con indignación ética y crítica. Compasión, para dejarnos afectar por el sufrimiento de quienes no saben lo que es vivir con pan y dignidad. Compromiso, que puede expresarse, al menos, de tres modos: asistencia inmediata (sin caer en paternalismo o populismo manipulador de necesidades); desarrollo de las personas (abriendo espacios para poner en práctica la potencialidad de cada uno); y cambio de estructuras, que posibilite una nueva forma de producción, distribución y consumo, así como la inclusión y el ejercicio efectivo de los derechos económicos y sociales.
El problema del hambre, pues, nos pone ante el necesario vínculo que debe haber entre pan y vida. La política social encuentra aquí una de sus prioridades ineludibles; y la justicia social, una de sus principales luchas. Hay que asumir el problema con toda su complejidad y magnitud, porque, como afirmó en su tiempo monseñor Romero, "no hay pecado más diabólico que quitarle el pan al que tiene hambre".