Innumerables veces hemos oído a abogados y juristas decir que los convenios internacionales suscritos por El Salvador son ley de la República. Se añade, además, normalmente, la afirmación sustentada desde la Constitución que dice textualmente que “la ley no podrá modificar o derogar lo acordado en un tratado vigente para El Salvador. En caso de conflicto entre el tratado y la ley, prevalecerá el tratado” (artículo 144). Como en la actualidad la Constitución se lee de modos desiguales y peregrinos, según sean los gustos políticos, sería interesante que los juristas aclararan si el actual régimen de excepción, con su duración de más de un año, es compatible con la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ratificada desde hace ya bastantes años por nuestro país. Y digo juristas, porque entre lo profesionales del derecho hay que distinguir, al menos desde la observación empírica, tres tipos diferentes de abogados: los “abogánster” del dólar, que trafican con el derecho; los abogados sanguijuela, que chupan la economía de los pobres; y los que tratan de aplicar el derecho con seriedad, a los que podemos llamar juristas.
Pero retornando a la Convención, cualquiera que la lea puede detectar el incumplimiento sistemático de la misma por parte del llamado régimen de excepción. Es cierto que el artículo 27 de la Convención afirma que en determinados casos los Estados podrán “adoptar disposiciones que, en la medida y por el tiempo estrictamente limitados a las exigencias de la situación, suspendan las obligaciones contraídas en virtud de esta Convención”. Pero al mismo tiempo añade que la disposición que hemos citado no puede autorizar la suspensión de algunos derechos, entre los que se encuentra el derecho a la integridad personal, además de “las garantías judiciales indispensables para la protección de tales derechos”. Pero en la realidad cotidiana vemos que no hay garantías judiciales que protejan ni el derecho a la integridad personal, ni el derecho a no sufrir tratos crueles o degradantes, ni el derecho a ser “tratado con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano”. El hecho de que un ministro del actual Gobierno, con título de abogado, acuse indiscriminadamente de “asesinos seriales” a un montón de personas, asegurando al mismo tiempo que no tienen capacidad de reinserción social, choca con la afirmación de la Convención en el mismo artículo ya citado, que insiste en que “las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados”. Y por supuesto, no hay garantías judiciales que protejan de ese tipo de afirmaciones.
Desde hace ya algún tiempo, palabras y conceptos evolucionan rápidamente al compás de la política. En vez de reflexionar sobre lo cierto de frases o palabras, compromisos o normas establecidas, se prefiere utilizar arbitrariamente el lenguaje. Con ello se dificultan las posibilidades de diálogo. Los juristas, que deberían establecer la realidad de las obligaciones y responsabilidades legales del país, quedan sepultados y sin poder ser escuchados a causa del parloteo y el discurso arbitrario que nace desde el poder, más que desde las leyes. Los ilustrados del siglo XVIII pedían frente al despotismo regio “que nos gobiernen leyes y no personas”. Dieron origen así a la democracia como gobierno de leyes construidas sobre la razón y la búsqueda del bien común. Casi trescientos años después, la tendencia al autoritarismo ha ido creciendo en muchos países. Y aunque algunos abogados continúan defendiendo la racionalidad y la claridad y exactitud del lenguaje, el pragmatismo legal de quienes respetan más al poder que a la norma se va imponiendo, muchas veces por miedo. Defender los textos legales vigentes, la racionalidad de los mismos y el sentido objetivo del lenguaje se ha vuelto una tarea en la que deben participar cada día con mayor empeño no solo los juristas, sino también la sociedad civil.